jueves, 2 de diciembre de 2010

Paisanaje (15) Viriato



Llamarse Viriato y acabar currando de pastor tampoco es que sea tan raro; si me apuras, yo diría incluso que puede ser una consecuencia. Y es que hay nombrecitos que se las traen, no me digas tú a mí.

La verdad es que el muchacho traía el destino escrito en la frente. Máximo, su padre, un viudo tarambana sin oficio ni beneficio que andaba a la que saltaba y gran amante y celebrador del fruto destilado de la vid en sus dos variantes básicas, aunque la verdad es que no le hacía ascos a cualquier otro brebaje siempre y cuando no anduviera escaso de la graduación apropiada, lo tuvo en la escuela el tiempo justo para aprender las primeras letras y números y coger las fuerzas necesarias con vistas a aguantar las duras jornadas a la intemperie al cuidado de cuadrúpedos rumiantes.

Y el jodío del Viri, en contra de todos los augurios y pareceres, que se le veía dispuesto al chiquillo para la cosa del estudio, acabó cogiéndole el gusto al ramoneo errante y solitario por los montes: los pocos amigos que iba haciendo en el pueblo terminaba perdiéndolos unos tras otros porque todo su tiempo lo dedicaba, con su mayor empeño y afán, a lo que él denominaba, un tanto pomposamente (que era mu redicho el Viri), “mi cabaña ganadera”. Cabaña ganadera, anda qué... Ya ves tú: un puñao de cabras de mirar atravesao y con una mala leche de no te menees (en sentido figurao, entiéndaseme, que la de las ubres bien rica que estaba. Y menudos quesos, oye: pa bailarles jotas). Eran cabronas como ellas solas. Ya podías andarte con ojo si las bichas triscaban cerca: como te pillaran descuidao por la retaguardia, topetazo que te crió.


Lo de "mi cabaña ganadera" nos sirvió el mote en bandeja: "El Domecq". Por aquello de las ganaderías y tal. ¿Lo pillas?

La cosa es que él, de todas, todas, prefería salir con su hato de chivos a dar patadas a la pelota, el ordeño vespertino y plácido a perseguir muchachas (-Total, pa tocar tetas, éstas dan bastante menos trabajo, son mucho más agradecías y me salen más baratas -decía el tío sin que en el fondo, y si lo piensas, le faltara razón), el limpiarles las pezuñas y los cuernos a ir a la tasca con el resto de mozancones y gañanes a verlas venir toa la tarde… Y claro, con semejante filosofía vital por divisa y estandarte no había modo de cimentar ninguna relación en serio: ni con los amigos, ni con las mocitas, que siempre andaban correteando a su alrededor (como cabras locas, nunca mejor dicho; tú no les hagas caso y ya verás cómo se interesan ellan solitas por el asunto) y se hacían las encontradizas en los callejones más oscuros tanto a la ida como a la vuelta, enseñando más de lo que la decencia aconseja. Pero él, ni caso. Que hasta murmuraciones sobre “la acera de enfrente” hubo, cuando no otras más escabrosas (algo de actos contra natura con las hembras del rebaño; nada en firme, eh, que quede claro, yo ahí ni entro ni salgo, pero por murmurar y malmeter que tampoco quede) y de las que ahora no es este el momento ni el lugar para extendernos en pormenores ni viene a cuento entrar en más detalles de los necesarios.

Con semejante dedicación no era de extrañar que las suyas fueran las cabras más apañás y envidiás de los contornos. Con mucha mala follá, vale, de acuerdo, que sí, pa ti la perra gorda, Tasio, pero tan relimpias y lustrosas, que hasta daba gusto verlas calle abajo en formación de a dos casi marcando el paso al ritmo de las esquilas y dejando su rastro oscuro de cagarrutas. ¿O no llevo razón?

Por aquello de no aburrirse más de la cuenta durante las salidas al monte (-La verdad es que las puñeteras cabras se cuidan solas, menudas son, más listas... -decía el Viri con sincera admiración), le dio por el rebusco de hierbas salutíferas (que utilizaba para todo tipo de dolencias y enfermedades, tanto en tisana como en emplastes), la artesanía de la navaja con lo que se iba encontrando por ahí (y le quedaban muy chulas, las cosas como son: unas facas de cachas oscuras, livianas en mano, y tan finas y certeras en el corte que los paisanos se las rifaban, mayormente pa la degollina del gorrino), y la lectura.

Dentro del zurrón, y en singular y amable compañía con el queso (o el tocino o la morcilla o el chorizo… lo que tocara de chacina ese día), el pan y la bota de vino (ésta última, herencia del padre), nunca faltaba algún libro. Muchas horas dedicaba el cabrero a estos oscuros menesteres de descifrar y comprender los secretos de la letra impresa fiado en que el agudo instinto de los chivos les librara de cualquier percance dañino.

 
Desde que don Merodio contó en la clase aquella historia del caudillo Viriato y lo de “Roma no paga a traidores”, y toa la mandanga, y ésta llegó a sus crédulos oídos, durante su jornada laboral se dedicó casi en exclusiva, dejando en segundo plano la cosa de la botica naturista y las navajas, a empaparse de textos clásicos latinos, muy en particular de aquellos que hablaban de la Hispania y la Lusitania. Gracias a ellos, y pian, pianito, se fue haciendo de una cultura que se dejaba ver bien a las claras en su manera de hablar y expresarse, ciertamente pintoresca en boca de cabrero. Como muestra, un botón: si alguien, para referirse a su noble y antiguo oficio soltaba en su presencia la palabra pastor, o cabrero, se le encendían las alarmas, carraspeaba a lo bruto para atraer la atención de la concurrencia y, más serio que la bragueta de un guardia civil, corregía ipso facto al interlocutor: -Querrás decir, fulanito, Técnico Auxiliar de Ganadería-. Y se quedaba tan fresco el tío, recalcando las mayúsculas ante el pasmo de los parroquianos, mientras atacaba a modo la copa de cazalla.

El Viri, que se refería a su legendario tocayo como “mi antepasado héroe”, fue en nuestro pueblo un nefasto precursor de esos eufemismos que, en su descontrolada expansión por el territorio patrio como virus malignos y recurrentes, tan nocivos han resultado para el lenguaje comprensible del común de las gentes.

De todo aquello destacaban, por encima de las demás, dos manías: la de nunca, pero nunca y en ninguna circunstancia, salir de jarana con otros tres amigos: o menos, o más, pero jamás tres: 


-Es que no me fío, que mira lo que pasó la otra vez -razonaba cabezón-, y su odio profundo, tenaz, irreductible, a cualquier clase de traición.

Por lo demás, buen tipo. Noblote y leal.

Murió soltero y, a lo que parece, sin conocer hembra. Para desconsuelo de algunas que yo me sé.

Y no me tiréis de la lengua, que la lío.


Imagen: Juan Carlos Cruces

8 comentarios:

  1. Parece que fue la leche. Al menos tenía las ideas claras y vivió en razón a eso.
    Muy bien ambientado. Aunque, yo, eso de que prefiera las tetas de las cabras, en fin..

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  2. No te tiraré de la lengua, Elías. Aunque tratándose de un pastor llamado Viriato, tengo que sujetarme las ganas. Todo un mundo tu paisanaje. Tenía razón Miguel Torga: "Lo universal es lo local sin muros". Qué placer leerte.
    Un abrazo.

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  3. Me han encantado, Elías, estos paisanajes consiguen a través de las palabras un ambiente tan real, que es imposible no "enamorarse" de sus pintorescas personalidades. Cuando leo estas entradas, siempre me acuerdo del realismo barojiano.

    Un beso.

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  4. Pues sí, José Antonio, un tipo estupendo el Viri.
    En cuanto a lo de las tetas, qué le vamos a hacer; él era así y no hubo manera de convencerlo.
    Bueno, más para nosotros.

    Un saludo.

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  5. Daniel: si hablamos de placer lector, me sacas tres cuerpos de ventaja, lo digo en serio.
    Pero es un placer tu comentario.
    Lástima que el Viri no vaya a poder leerlo.

    Un abrazo.

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  6. Paloma: favor que, como siempre que apareces por aquí, me haces.
    La verdad es que estas estampas me están trayendo muchas alegrías: me lo paso "pipa" escribiéndolas y si encima os gustan a alguno de vosotros...

    Un beso.

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  7. Desaparezca:
    ¿Pero este Viriato o el otro?
    No me queda claro.

    Un saludo.

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