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Bandadas de estorninos
negros sobrevuelan los tejados de Lanaja al atardecer. A veces las bandadas son
grandes y oscuras como nubes de tormenta. Descargan su guano blanquecino sobre
todo lo que se pone a su alcance. Son como un mal presagio. Mi abuela friega el
suelo de la galería descubierta incluso dos veces al día. No soporta esa
suciedad infame sobre las rojas baldosas en las que todas las mujeres de la
familia hemos tomado el sol, verano tras verano, hora tras hora, socarrándonos
sin precaución alguna, sin que nunca nos cayera encima más que un sol de
justicia implacable y un poco obsceno. Hace tiempo que no tomamos el sol, ni
siquiera vestidas. La galería se ha convertido en un campo de tiro para las
repugnantes aves que tanto odia mi abuela. A veces saca la escopeta con la
intención de ahuyentarlas. Pero la obstinación de las aves es inquebrantable.
Mi abuelo decía que no son lo mismo pájaros que aves. En la esquina de la
galería hay un pluviómetro que ató mi abuelo a la barra de hierro por la que trepa
una vieja enredadera. Hoy mi abuela está triste por los que se fueron. No he
logrado convencerla para que fuera a votar. Está afectada por la muerte de
Félix, el cura que llegó al pueblo siendo muy joven, que nunca quiso que le
llamaran don Félix y a quien mi abuela nunca hizo caso, al menos en ese
sentido. La silueta de la Manadilla por encima de los tejados de Lanaja nos
descansa los ojos y la mente. “Todo es
pasajero”, dice mi abuela tal como lo decía mi abuelo.
(De Lo breve, Tropo Editores, 2010)
Imagen de Cristina
Grande: Vicente Almazán
Muchas gracias por el repertorio de textos y personas que nos estás ofreciedo.
ResponderEliminarUn saludo