“El Barajas”, le decían. Urbano “El Barajas”, como si el alias hubiese anulado el apellido legítimo. Claro que si se lo llamaban era por algo, que por aquí no ponemos los motes a humo de pajas, ni por capricho, ni al tuntún, sino casi obligaos por las circunstancias y las actitudes de cada cual. Y el Urbano, un tío educao y agradable (como pa no hacerle un feo al nombre) y que no había pegao un palo al agua en su vida (más vago que la chaqueta de un guarda, el tío), tenía obsesión por los juegos de cartas: el mus, la brisca, el subastao, las siete y media, el cinquillo, la cuatrola, el guiñote, el hijoputa… eran modalidades del tapete a las que no podía resistirse. Hasta en el póker, el bridge y el bacarrá, juegos foráneos y cosmopolitas con mucho prestigio entre los cantamañanas, era un fiera “El Barajas”, aunque, como buen farolero, se hiciese de nuevas cuando le hablaban de ellos. Tantas horas de asueto es lo que tienen: que te pones, te pones, y así como a lo tonto te da tiempo a aprender de tó. Y, por lo común, ná bueno ni de provecho. Pero eran los naipes patrios de la acreditada firma de don Heraclio Fournier los que no tenían misterios para él: tú le enseñabas un mazo de cartas, así como al desgaire, como diciendo “Huy, perdón, ha sío sin querer”, y al Urbano los dedos se le volvían huéspedes, los ojos le hacían chiribitas, le dabas una alegría de tres pares de cojones. Oros, copas, espadas y bastos eran sus dioses tutelares, sus cuatro jinetes del Apocalipsis, sus puntos cardinales, los mosqueteros de la Reina…
En las destartaladas mesas de formica de An ca Tomás, la taberna con más solera de la plaza (o sea, la más vieja y cochambrosa), le podías encontrar todos los días de ocho de la mañana a diez de la noche (con el ínterin de la siesta, eso sí, que la siesta pa él era sagrá) dispuesto a echar unas manitas con quien se terciara:
-Pa pasar el rato, saben ustés, que cuando uno no tié ná entre manos, los días se hacen eternos. Y con algo hay que entretenerse, ¿no les parece? -decía el jodío a sus oponentes con una cara de ingenuo que pa qué. Un truco de lo más barato, más viejo que el mear de pie y que como el timo de la estampita (que mira que se ha hecho veces y la gente sigue erre que erre, venga la burra al molino, queriendo pegársela al tontito) parecía mentira que le siguiera funcionando.
-Tomás, hijo, espabila -apremiaba al mesonero-, que estás como alelao. Ponles unos orujos aquí a los paisanos y los vas apuntando en mi cuenta. Y a mí me traes un cafelito con un chorrino de eso que tú sabes, a ver si me entono, que me parece que hoy tengo el día torcío.
El Tomás, un tipo simple y cachazudo poco amigo de los líos, ya sabía cómo iba a acabar aquello, lo había visto infinidad de veces, pero como era un profesional de lo suyo (“Ver, oír, callar y servir lo que te pidan”, le habían enseñao de chico, y él seguía estos preceptos a rajatabla), ponía el carajillo o el vermú o el chato de tintorro, según la hora y la comanda del cliente, y se retiraba a su mostrador, callao como un muerto, a seguir espantando moscas, rellenando los palilleros, fregoteando cucharillas o aplastando chapas de refrescos pa la cortina del verano.
Lo cierto es que nunca faltaron incautos que le siguieran la corriente y, de paso, le engordaran la cartera:
-De fuera, eh, que quede claro, que aquí en el pueblo ya estamos pero que bien escarmentaos -decía el Nico, uno de los mayores damnificaos por las mañas del artista con los naipes. Su fama había traspasado fronteras (¡Joder, qué ganas tenía de soltar esta frase!), y derrotarle en alguna partida, levantarse de una timba con “El Barajas” después de unas cuantas horas con el culo pegao al asiento y las ganancias en el bolsillo, era ya para algunos una cuestión de honor. Pero no había caso: el paisano, que era más listo que el hambre, les daba carrete al principio, tal que a las carpas peleonas, y se dejaba ir perdiendo algunas manos menores, más que na pa encelarlos y abrirles la cartera; luego, cuando menos se lo esperaban y estaban los ilusos con la sonrisilla en la boca, encendiendo el farias, pidiendo otra ronda “pa toa la concurrencia”, con las pujas en todo lo alto, los billetitos unos encima de otros formando un montón mu aparente, los primos prometiéndoselas muy felices con la mano que llevaban... Urbano tiraba del sedal ejecutando su famoso golpe de muñeca, clavaba el anzuelo en el gaznate del infeliz, recogía carrete, y catapúm chimpúm: arrastro, las cuarenta, las diez de monte, envido, quiero, órdago a la chica, full, póker, escalera de color… y los desplumaba sin compasión. Eso sí: como un señor, sin descomponer el gesto ni hacer leña del árbol caído (que eso está mu feo), apañaba la pasta del tapete con la elegancia y parsimonia propias de un tahúr del Mississippi o de croupier mariposón del casino de Montecarlo. Lo que se dice engordar para matarlos. Menudos pardillos.
Era vox populi que tamaña potra no podía ser normal, ahí tenía que haber gato encerrao. Y sí que lo había, sí. Y bien gordo y lustroso. Pero como dice el refrán, “Tanto va el cántaro a la fuente que a todo cerdo le llega su San Martín antes de que las golondrinas vengan p´al verano”, o algo así, no sé, no me hagas mucho caso, que todavía tiemblo al recordar el suceso, y el tembleque me sacude como un sonajero las meninges del recuerdo y el entendimiento, y las descoloca y confunde, las enreda y difumina.
Equivocarse como el Urbano lo hizo en aquella timba con tratantes de ganado (mayormente, de bestias de arreo: mulas pardas, bueyes, rucios renegríos… género así, de pezuña recia y coz fácil) es lo que tiene: que como te pillen el truco, la pagas, vaya que si la pagas. Pero a base de bien y toas juntas. Así que cuando “El Barajas”, con su estilo inmutable y pachorrón, y como si le importara un pimiento, descubrió su full de ases sietes con dos ases de tréboles en la mano, se le acabó de golpe la suerte, el rostro sereno, y el mirar derecho por los dos ojos. Que uno de ellos acabó tras la refriega, y luego de hermanarse con colillas resecas, cabezas chupás de gambas salás como perros y pipos de aceituna que andaban de gira por el suelo, en el cubo de la basura.
En cuanto el más espabilao de los forasteros se dio cuenta de la trampa, burda y chapucera, impropia de gente de ley, y antes de que el fullero pusiera pies en polvorosa, le faltó tiempo pa arrear a los colegas en venganza del agravio. No en vano, ya se ha dicho, eran tratantes de ganado, y lo que es arrear, arreaban de lo lindo. ¡Madre mía, qué espanto! ¿Tú sabes lo que es que se te vengan encima cuatro tíos como cuatro castillos, encabronaos por la pirula, con unas manos tal que palas de cocer el pan y dispuestos a hacerte picadillo? ¿No? Pues hazme caso, mejor que no lo sepas.
Le dieron una ristra de hostias “como pa demoler el silo”, que dijo un espectador en un arranque poético (el espontáneo se ganó el apodo de “El Espronceda” desde entonces y bien que presume de ello, el puñetero), y recitando una tras otra, palo tras palo, toas las cartas de la baraja. Y si tocaba figura, doble ración. Un tentetieso, un pim pam pum, un saco de entrenamiento parecía el tramposo en el cuadrilátero que formaron aquellos cuatro energúmenos hasta que el árbitro, Paco “El Municipal”, llegó a la carrera avisao de urgencia por algún soplacirios con ganas de joder la marrana, e hizo valer sus galones y autoridad poniendo fin a la refriega con un par de tiros al aire y algún viaje que otro con la porra de servicio en costillas forasteras.
Todavía se pueden ver los agujeros (calibre 9 mm, el reglamentario de las fuerzas del orden, para los amantes de los datos y los suspicaces) en el techo de la venta. Para el Tomás, esas marcas de los proyectiles en el cielo raso de su local son como las del Congreso cuando lo del Tejero y los guardias saltaventanas: un símbolo intocable.
Después de aquello “El Barajas” nunca volvió a su ser: se conoce que algún golpe mal dao le removió algo en la chola, y tú ahora le enseñas, un poner, la sota de bastos (por la parte del ojo bueno, que en el lugar del otro lleva un parche tapando el hueco) y es como si le practicaras un crucifijo hecho con ajos al conde Drácula: empieza a echar espumilla por las comisuras mientras se mea patas abajo con una abundancia y diligencia pasmosas.
Nefasta jornada aquella en la que el Tomás perdió para siempre a su más fiel parroquiano, humillao por manos foráneas y convertío ahora en un pelele para mofa y escarnio de mocosos y zangolotinos, para comadres y ociosos, que no pierden ocasión de hurgar en la herida, que hay que ver qué mala leche tiene la gente.
No hemos tenío más remedio que quitarle el mote (algo que nunca había ocurrío en los anales de este sitio) y aunque le estamos buscando otro (el de “El Tuerto” lo hemos descartao por evidente y facilón, no tiene ningún mérito), es este un asunto más arduo de lo que parece.
-Tomás, hijo, espabila -apremiaba al mesonero-, que estás como alelao. Ponles unos orujos aquí a los paisanos y los vas apuntando en mi cuenta. Y a mí me traes un cafelito con un chorrino de eso que tú sabes, a ver si me entono, que me parece que hoy tengo el día torcío.
El Tomás, un tipo simple y cachazudo poco amigo de los líos, ya sabía cómo iba a acabar aquello, lo había visto infinidad de veces, pero como era un profesional de lo suyo (“Ver, oír, callar y servir lo que te pidan”, le habían enseñao de chico, y él seguía estos preceptos a rajatabla), ponía el carajillo o el vermú o el chato de tintorro, según la hora y la comanda del cliente, y se retiraba a su mostrador, callao como un muerto, a seguir espantando moscas, rellenando los palilleros, fregoteando cucharillas o aplastando chapas de refrescos pa la cortina del verano.
Lo cierto es que nunca faltaron incautos que le siguieran la corriente y, de paso, le engordaran la cartera:
-De fuera, eh, que quede claro, que aquí en el pueblo ya estamos pero que bien escarmentaos -decía el Nico, uno de los mayores damnificaos por las mañas del artista con los naipes. Su fama había traspasado fronteras (¡Joder, qué ganas tenía de soltar esta frase!), y derrotarle en alguna partida, levantarse de una timba con “El Barajas” después de unas cuantas horas con el culo pegao al asiento y las ganancias en el bolsillo, era ya para algunos una cuestión de honor. Pero no había caso: el paisano, que era más listo que el hambre, les daba carrete al principio, tal que a las carpas peleonas, y se dejaba ir perdiendo algunas manos menores, más que na pa encelarlos y abrirles la cartera; luego, cuando menos se lo esperaban y estaban los ilusos con la sonrisilla en la boca, encendiendo el farias, pidiendo otra ronda “pa toa la concurrencia”, con las pujas en todo lo alto, los billetitos unos encima de otros formando un montón mu aparente, los primos prometiéndoselas muy felices con la mano que llevaban... Urbano tiraba del sedal ejecutando su famoso golpe de muñeca, clavaba el anzuelo en el gaznate del infeliz, recogía carrete, y catapúm chimpúm: arrastro, las cuarenta, las diez de monte, envido, quiero, órdago a la chica, full, póker, escalera de color… y los desplumaba sin compasión. Eso sí: como un señor, sin descomponer el gesto ni hacer leña del árbol caído (que eso está mu feo), apañaba la pasta del tapete con la elegancia y parsimonia propias de un tahúr del Mississippi o de croupier mariposón del casino de Montecarlo. Lo que se dice engordar para matarlos. Menudos pardillos.
Era vox populi que tamaña potra no podía ser normal, ahí tenía que haber gato encerrao. Y sí que lo había, sí. Y bien gordo y lustroso. Pero como dice el refrán, “Tanto va el cántaro a la fuente que a todo cerdo le llega su San Martín antes de que las golondrinas vengan p´al verano”, o algo así, no sé, no me hagas mucho caso, que todavía tiemblo al recordar el suceso, y el tembleque me sacude como un sonajero las meninges del recuerdo y el entendimiento, y las descoloca y confunde, las enreda y difumina.
Equivocarse como el Urbano lo hizo en aquella timba con tratantes de ganado (mayormente, de bestias de arreo: mulas pardas, bueyes, rucios renegríos… género así, de pezuña recia y coz fácil) es lo que tiene: que como te pillen el truco, la pagas, vaya que si la pagas. Pero a base de bien y toas juntas. Así que cuando “El Barajas”, con su estilo inmutable y pachorrón, y como si le importara un pimiento, descubrió su full de ases sietes con dos ases de tréboles en la mano, se le acabó de golpe la suerte, el rostro sereno, y el mirar derecho por los dos ojos. Que uno de ellos acabó tras la refriega, y luego de hermanarse con colillas resecas, cabezas chupás de gambas salás como perros y pipos de aceituna que andaban de gira por el suelo, en el cubo de la basura.
En cuanto el más espabilao de los forasteros se dio cuenta de la trampa, burda y chapucera, impropia de gente de ley, y antes de que el fullero pusiera pies en polvorosa, le faltó tiempo pa arrear a los colegas en venganza del agravio. No en vano, ya se ha dicho, eran tratantes de ganado, y lo que es arrear, arreaban de lo lindo. ¡Madre mía, qué espanto! ¿Tú sabes lo que es que se te vengan encima cuatro tíos como cuatro castillos, encabronaos por la pirula, con unas manos tal que palas de cocer el pan y dispuestos a hacerte picadillo? ¿No? Pues hazme caso, mejor que no lo sepas.
Le dieron una ristra de hostias “como pa demoler el silo”, que dijo un espectador en un arranque poético (el espontáneo se ganó el apodo de “El Espronceda” desde entonces y bien que presume de ello, el puñetero), y recitando una tras otra, palo tras palo, toas las cartas de la baraja. Y si tocaba figura, doble ración. Un tentetieso, un pim pam pum, un saco de entrenamiento parecía el tramposo en el cuadrilátero que formaron aquellos cuatro energúmenos hasta que el árbitro, Paco “El Municipal”, llegó a la carrera avisao de urgencia por algún soplacirios con ganas de joder la marrana, e hizo valer sus galones y autoridad poniendo fin a la refriega con un par de tiros al aire y algún viaje que otro con la porra de servicio en costillas forasteras.
Todavía se pueden ver los agujeros (calibre 9 mm, el reglamentario de las fuerzas del orden, para los amantes de los datos y los suspicaces) en el techo de la venta. Para el Tomás, esas marcas de los proyectiles en el cielo raso de su local son como las del Congreso cuando lo del Tejero y los guardias saltaventanas: un símbolo intocable.
Después de aquello “El Barajas” nunca volvió a su ser: se conoce que algún golpe mal dao le removió algo en la chola, y tú ahora le enseñas, un poner, la sota de bastos (por la parte del ojo bueno, que en el lugar del otro lleva un parche tapando el hueco) y es como si le practicaras un crucifijo hecho con ajos al conde Drácula: empieza a echar espumilla por las comisuras mientras se mea patas abajo con una abundancia y diligencia pasmosas.
Nefasta jornada aquella en la que el Tomás perdió para siempre a su más fiel parroquiano, humillao por manos foráneas y convertío ahora en un pelele para mofa y escarnio de mocosos y zangolotinos, para comadres y ociosos, que no pierden ocasión de hurgar en la herida, que hay que ver qué mala leche tiene la gente.
No hemos tenío más remedio que quitarle el mote (algo que nunca había ocurrío en los anales de este sitio) y aunque le estamos buscando otro (el de “El Tuerto” lo hemos descartao por evidente y facilón, no tiene ningún mérito), es este un asunto más arduo de lo que parece.
Venga, "Bizco", a ver si a ti que eres de la capital y tienes estudios se te enciende la bombillita, hombre.
Parodiando a Gila: "M'has dejao sin Barajas, me ca, pero lo que m' he reío..."
ResponderEliminarBuenísimo, como todos estos "paisanajes".
Un abrazo.
Gracias, Antonio:
ResponderEliminarCreo habértelo dicho en alguna otra ocasión, y si no, te lo digo ahora: para eso son estas estampas, para reír.
Así que me alegro de haberlo conseguido en tu caso.
Abrazos.