Que tiene poco seso es conocido por todos, conque no me sorprendió el rebote. Muy propio de su estupidez, fue decirle mi propósito y empezó por responder que no. Y no por el esfuerzo que supone el mismo -el tío es duro como el sílex, lo reconozco-, sino por el objetivo en sí, por el cometido concreto, sólo por el simple gusto de lo ilógico.
Porque discutir por memeces es lo suyo, si lo conoceré yo, que lo metí en el negocio un lunes funesto.
Y todo por joderme, como siempre, porque yo no discuto. Yo le ignoro, por supuesto; yo ordeno, y espero tranquilo el informe del perito.
- ¿Cómo es? -preguntó, escéptico y zumbón.
- Oblongo -le dije-. O elíptico. No sé. Pero eso es lo mismo. Tenemos que moverlo de sitio y punto.
Me miró -como sin verme, lo juro- con esos ojos de quelonio obtuso que tiene:
-Pues entonces no voy -me espetó de sopetón el lerdo de él, un desperdicio de hombre-. Tú dijiste redondo. No oblongo, ni elíptico. Redondo, dijiste.
Menudo imbécil. Es tonto del culo. Sin remedio posible.
Tuve que ponerle en su sitio. Le di un buen pescozón en ese melón de chorlito que tiene sobre los hombros:
-Pero bueno, hombre, ¿esto qué es, un motín? El jefe soy yo. Coge el pico y no me rechistes. Que el sueldo bien que lo pides todos los meses. Quiero ese hoyo como de concurso. ¿Me entiendes o no?
No rechistó, no dijo ni pío. Ni mu dijo.
Y en un suspiro (-¿Ves qué bien? Si sólo es cuestión de ponerse -le dije), todo resuelto.
Redondo, elíptico, oblongo... yo qué sé.
Es un hoyo hecho con un pico, joder, no un experimento científico.
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