En la plaza tocaba a
todos los perros. Incluso a aquel dobermann que llevaban con bozal. Le
acariciaba la cabeza mientras su dueño le sujetaba fuerte con la correa y el
perro se ponía muy fiero. Yo sabía tranquilizarlo. Le decía que no tuviera
miedo de mí, que no iba a hacerle ningún daño. En los jardines de la biblioteca
había toda una familia de gatos sucios y hambrientos. Yo bajaba con sobras de
mi comida escondidas en mis bolsillos y también se dejaban acariciar.
Me salieron una especie
de calvas en la cabeza. El médico dijo que eso era tiña, algo típico de los chicos
que viven en un pueblo. Yo casi no iba al pueblo, pero tocaba más animales que
si viviera en una granja.
Me gustan los animales
porque te quieren sin hacerte preguntas.
(Una familia normal, Xordica, 2012, pág. 30)
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