jueves, 4 de abril de 2013

Los caminos errados


Acaban de cumplirse dos meses de la tarde en que fui a Badajoz (lo cuento aquí) para conocer a Luis María Marina, un joven poeta y diplomático, autor de un libro de poemas, Continuo mudar, y de un ensayo "viajero", Limo y luz, donde da cuenta, con una mirada muy particular, de sus particulares impresiones sobre México D.F. 
A raíz de aquel encuentro se han sucedido entre nosotros amistosos y frecuentes intercambios epistolares y librescos. 
Uno de ellos es esta selección de fragmentos en prosa que él me envió a petición mía, y que llevaban algún tiempo esperando en el alféizar de esta ventana, espera que hoy se ve por fin satisfecha.

Los caminos errados (Selección)


¿Qué sería de Don Giovanni sin Leporello? Un triste borracho acodado en la barra del último lounge de moda.
Para Schopenhauer el destino es nuestro antagonista en una teatral partida de ajedrez. Un oponente, añado, que juega con un vasto ejército de reinas negras. Enfrente, un rebaño de macilentos y escuálidos peones, aterrados ante la sola, fiera disposición del contrario sobre el tablero.

Cada tarde se sentaba silencioso junto al olivo de secas ramas. Como si necesitara entablar una conversación con quien habría de darse muerte.

Siqueiros, Cosmos y desastre. Entre los despojos de la batalla y el mundo, las astillas de la consciencia, las venas desencuadernadas, los negros agujeros, vacíos. En el cielo de leche negra, unas manchas blanquecinas. La certeza de que, en medio del caos, malgré tout, habrá otros días.

De todas las maravillas con que nos deleitan los dioses del Olimpo, la más extraordinaria a nuestros mortales ojos es la manipulación del tiempo: tres veces cantaron los gallos la noche en que Zeus gozó de los deleites de la lunar Alcmena. Que Heracles naciera de esa coyunda sólo demuestra que la procreación era algo que los olímpicos se tomaban muy en serio.

Todo está consumado. La posibilidad se agota en sí misma. Su existencia es ya acto. Como el verso.

Europa se ha convertido en un continente de solitarios. Aquí, en esta otra orilla, extraña encontrar gente comiendo sola en un restaurante, en un parque, en la calle. Como extraña la soledad del hombre que lee, de espaldas, el periódico en Night in the park. La soledad más genuina aún de Hopper, voyeur empedernido, mirando desde la ventana de su estudio a ese hombre desconocido, en 1921.

Recorres una sala del Prado rodeado de turistas de abigarrado aspecto y de repente te sorprendes a ti mismo, ¿inconscientemente?, frente al retrato del bufón Calabacillas. No tienes ninguna duda acerca de quién es el bufón. Ni de que Velázquez es el más grande espejero de nuestra historia.

Busca la vida en el finísimo abismo entre filosofía y física.

¿Qué posees realmente que nadie, en ninguna circunstancia, te pueda quitar? No, desde luego, y a pesar de tantas vacías declaraciones de derechos, la dignidad. Sobran ejemplos en la historia de que, al más mínimo contratiempo, aquella es la primera víctima. ¿La libertad, entendida como autonomía de pensamiento? No me hagáis reír. ¿Entonces qué? ¿La animalidad, la muerte? Sin embargo, mientras no consigas responder a esta pregunta, ¿qué sentido tiene todo lo demás?
Como Aquiles, todos en algún momento elegimos entre una vida honrosa, pero fugaz y otra larga, pero opaca.

La dignidad es un espejo roto: recomponerla conlleva pagar el precio de verte reflejado ya para siempre con costurones.

Idénticas palabras nutren verdad y mentira. Yerro y tino. Sabiduría y estupidez.

El estado normal del lector es un silencio sobrenatural.

Memoria y olvido son las dos caras del azar. También en la creación literaria. Ninguna razón te lleva a hablar de esto en vez de aquello. No hay en ello ningún designio oculto.
Ninguna causa última. Ninguna inferencia. Ésta es la más perfecta de las tautologías. ¿Para qué, entonces, todo esto?

La intuición es crisálida del poema. Una vez que cobra vida, deja atrás un esqueleto quebrado de papel.

Luis María Marina

Imagen: Edward Hopper 
 



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