martes, 24 de septiembre de 2013

El perro de Sebastián Miranda


Cuando Julio Camba se marchaba de viaje el escultor Sebastián Miranda le cuidaba su perro. Tanto les gustó a Miranda y a su madre -que pasaba temporadas con él- la experiencia de vivir con un perro tan extremadamente inteligente como era el de Camba, que decidieron comprarse uno al que llamaron Landrú. A Landrú, como a su dueño le pasaba con las mujeres, le gustaban mucho las perritas. Y un día se fue detrás de una y desapareció. El perro de Miranda había superado en inteligencia al de Camba: exigía que lo bañasen todos los días y él mismo preparaba la esponja, el jabón y la toalla. Una cosa le molestaba sobremanera: que le llamaran “lechuzo”. Cuando semanas más tarde un amigo de Miranda lo encontró por la calle sujeto por una correa tirada por un nuevo dueño, pudo demostrar quién era su legítimo propietario: advirtió que si lo llamaba “lechuzo” aquel animal, pacífico y cariñoso, se transformaría de pronto en una fierecilla peligrosa y comenzaría a gruñir amenazadoramente. Así sucedió en efecto y Landrú pudo regresar a casa del escultor. Sebastián Miranda y Julio Camba eran muy amigos. Y lo fueron también Domingo Ortega, Juan Belmonte y Antonio Díaz-Cañabate. Tanto, que Miranda tenía intención de legar a Camba y al “Caña” en su testamento una cantidad de dinero en metálico. Enterado Camba de las intenciones de Miranda, un día le dijo muy serio: “¿Es cierto que tienes el propósito de dejarnos al “Caña” y a mí en tu testamento 20.000 duros a cada uno? “Cierto”, respondió Miranda. “Pues te propongo una combinación muy ventajosa para ti. Tú me das en el acto cincuenta mil pesetas y te perdono el resto”. Sebastián Miranda, que además de excelente escultor escribió mucho en ABC, contó estas y otras anécdotas en su libro Recuerdos y añoranzas, que Prensa Española le publicó en 1972, tres años antes de que muriera en Madrid a los 90 años.

JoséLuis Melero (Escritores y escrituras, Xordica, 2012, pág. 84)

1 comentario:

  1. Entrañable y extraordinario. Releo y sonrío con gusto. Un abrazo, Elías.

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