domingo, 15 de septiembre de 2013

Carta al señor obispo


Señor Obispo:

Deseo que esté bien, yo bien, gracias a Dios. El motivo de la presente es que tengo cien años recién cumplidos y en cualquier momento puedo morir en pecado mortal, así es que le he dicho a mi nieta que escriba lo que le digo, y luego lo olvide, porque a ella no le importa. Hasta ahora había esperado el Juicio Final con resignación, pero ya no puedo vivir tranquila.
Fui hija única, porque mi madre se desgració con una coz que le dio el mulo cuando estaba a punto de parirme, y ya no pudo tener más hijos. Me contaba que nací pequeña y arrugada, medio muerta, y me hizo revivir teniéndome durante dos meses siempre al calor, entre el estiércol de la cuadra. Me amamantó la cabra y cuando corría por el monte, pastoreando el rebaño, decían que tenía a quien salirle.
Me casé a los dieciocho años con mi Manolo, un hombre bueno y trabajador. No hay día que no me acuerde de él, aunque también me acuerdo perfectamente de cada cabra, de cada oveja, del mulo Perico, que tenía mal perder y, cuando menos te lo esperabas, daba coces y me había dejado sin hermanos. Tuve que trabajar desde pequeña con mi padre en el campo, porque no había varones, y mi madre se ocupaba de la casa, del huerto y del corral. Así es que decidimos que me tenía que traer un hombre a casa para ayudarnos, en cuanto padre empezó a tener achaques.
Pero costó encontrar quien nos cuadrase bien: un campesino con tierras querría que me fuera a su casa y uno que no fuera campesino de poca ayuda sería, porque el campo necesita que lo engañen, hacer como si no te dieras cuenta de que la cosecha parece mejor hogaño, y cuidarla como si estuviera moribunda, porque en cuanto te confías, en dos días te encuentras con las mieses acostadas y las malas hierbas haciendo de las suyas. Para ser campesino hay que haber visto la tierra desde dos palmos del suelo, y luego, conforme creces, irla mirando desde más arriba, hasta que la ves desde un metro y medio, pero ya sabes lo que hay en cada surco y cada caballón. Así es que nos decidimos por Manolo, porque era el segundo de su casa, y se hubiera tenido que ir de indiano porque no había para dos. Así es que mi padre habló con el suyo, quedaron de acuerdo y vino el domingo por la tarde. Yo me escondí en el pajar y por una grieta del muro le vi sentarse con padre, sacar la petaca, liarse un cigarro, beber en la bota que les trajo madre, y con aire de estar solo se puso a trenzar esparto con padre. Dijo “¡Ea!” varias veces para responder a mi madre, que le contaba no sé qué de la vendimia anterior, y a la hora se puso de pie y dijo “¡Con Dios!” y se marchó. Él a mí ya me conocía porque había traído una vez un carro de paja y era yo quién se lo había pagado; pero hasta aquella tarde no supe que ése era Manolo. Así es que bajé y le dije a padre que me parecía un muchacho fuerte y sin dobleces, porque los que hablan mucho de todo no pueden decir verdad, y a los dos meses nos vimos otra vez para la boda.
Manolo se murió doce años después, de un tiro, porque don Luis vino con amigos de la capital a cazar, y uno de ellos disparó cuando mi Manolo venía campo a través con la mula del ronzal. Aquello se tapó, nos dieron algunos cuartos y quedó como que había sido él solo, limpiando la escopeta. ¡Válgame Dios, si mi Manolo nunca tuvo escopeta! ¿Pero para qué íbamos a protestar si ya no iba a resucitar para la siega? Así es que crié a mis hijos como Dios me dio a entender, trabajé como una negra para sacarlos adelante, y hasta que los coloqué no tuve descanso. La tierra, por muchos que la trabajen, no da para alimentar muchas bocas, eso está claro, y yo no quería que mis hijos se odiaran entre sí, porque cuando no hay parece que lo que se come otro te ahonda el hambre, y eso, con la sangre joven, termina en Caín y Abel.
De cinco hijos, me quedan dos, que se han jubilado como señores, y desde que se quedaron viudos viven conmigo, porque los pobres no tienen salud y no se valen. Mi Juanico tiene ahora ochenta años y apenas se puede menear del reuma; pero yo creo que está medio tieso de no trabajar, porque estuvo toda la vida de encargado en una finca; y mi Arseniete, que no es viejo, tiene setenta y seis años, está como una pasa, mal de los bronquios, con unos pitos y unos ahogos de viejo, reviejo, que da lástima, y eso que estuvo toda la vida en el Ejército y no ha hecho otra cosa que pasearse con el morrión al hombro. Pero las generaciones de ahora yo creo que son más flojas que las de antes… Yo les cuido, y entre las pensiones de los dos y lo que yo saco de vender las verduras del huerto en el mercado, vivimos bien y nos pudimos comprar una televisión y todo.
Hasta hace poco yo no había sido rabisca y no había tenido caprichos ni mal carácter; pero desde que hicieron la casa nueva los señores esos que viven en Madrid, no sé qué me ha pasado. Un día me quedé mirando como jugaban media docena de chiquillos en su jardín, como todos los críos, a emporcarse con agua y con tierra, persiguiéndose que daba gloria verlos disfrutar, y de pronto lo vi apartado, en un rincón, con su jersey rojo y su gorrete con borla, tan cursi, desentonando con todo. Y no pude contenerme: me acerqué disimulando, lo metí en la espuerta que llevaba para coger verdura, lo tapé con mi toquilla y como era tan pequeño nadie se dio cuenta. Al amanecer lo enterré al lado de los puerros. Y desde entonces, me paseo con esa monomanía, me dan dentera, los odio, y cuando veo uno no paro hasta que termina bajo tierra. Hay diecisiete enterrados en mi huerto. Todo el mundo los busca, hasta la Guardia Civil; pero ¿quién va a pensar en mí?
Y resulta que dice don Julián, el cura, que no puede darme la absolución si no restituyo el daño, y aunque es de esos modernos, que parecen políticos, que quiere poner el pueblo patas arriba, pide que lo tuteemos y se mete en los corrillos de la plaza, hace todo el gasto de la conversación tan contento, y en los sermones siempre se mete con los ricos, que a ver para qué, si de toda la vida todos los hombres del pueblo, pobres y ricos, se salen a echar un cigarro mientras dura el sermón... Y las mujeres qué culpa tenemos de cómo nos toque el marido, como la Engracia, que es muy sentida, y como tiene tienda y su marido lleva una cuadrilla de albañiles, coge un berrinche todos los domingos, la pobre… Pero cura es, al fin y al cabo, y si no me absuelve, yo voy de cabeza al infierno.
Así es que, por favor, a ver si usted me vende una bula o lo que sea  necesario para que no tenga que devolver los enanitos de jardín, porque entonces los volverán a poner y a mí me va a dar algo…
Le mando el sobre con el sello para que usted no gaste, y me dice la solución cuanto antes, porque estoy que no vivo...
Su segura servidora, que besa a usted la mano.

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