Lo maté porque siempre
se marchaba sin pagar.
No había cena, comida,
o unas simples raciones en cualquier tasca en que no me hiciera siempre lo
mismo.
Y yo, aguantando como
una tonta.
¡Cuánta razón tenían
mis amigas al decirme que tuviera cuidado, que “ese tipo” (así se referían a él con desprecio) se estaba aprovechando de mi inocencia y candor!
Con los más peregrinos
motivos, y como dándome a entender que me estaba haciendo un favor, a la hora
de pagar desaparecía con cualquier pretexto en los labios:
“Voy a buscar tu abrigo
al guardarropa”. “Voy a acercar el coche a la puerta”. “Voy un momentito al
servicio”.
Excusas baratas.
Y mientras, el camarero
allí, firme como un garrote a mi lado con la factura en la bandeja de alpaca
bien a la vista, con todos los comensales del local pendientes de la escena.
Esto no lo hace un
caballero.
Y lo mire usted por
donde lo mire, semejante comportamiento es absolutamente intolerable.
Una dama jamás debería
verse en esta situación.
Lo peor, sin embargo,
ha sido tener que darles la razón a mis amigas.
Cualquiera las aguanta
a partir de ahora.
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