martes, 16 de julio de 2013

Paisanaje (23) Modesto



Si, tal y como afirma la sentencia popular, el nombre con que nos castigan en el instante de ungirnos en la pila bautismal imprime un carácter indeleble y tiende a ser un reflejo fiel de la personalidad del sujeto (aunque conozco yo a un tal Elías que no tiene nada de profeta; es más, no acierta ni cuando aventura las más peregrinas hipótesis), Modesto era la excepción que confirma la regla: altanero, orgulloso, ruin, despreciativo en grado sumo, prepotente con los débiles…

De origen humilde, casi mísero (su padre, zapatero remendón en un poblacho de la meseta; su madre, una mártir iletrada que no hacía carrera de semejante patán), luego de lo que se ha venido llamando toda la vida “dar un braguetazo de tres pares de cojones” y a matrimoniar de “penalti” gracias a una artera combinación de su buena facha, su fértil labia aduladora y sus malas artes en el acoso y derribo de la víctima elegida, devino en industrial de éxito en los negocios del ramo textil (telas y paños al por mayor, confecciones y mantelerías, ropa de baño y cama…) con el apoyo escéptico de su suegro forzoso, que lo soportaba a duras penas y no le perdonó jamás el bombo prematuro de la niña.

A él le gustaba titularse de sastre, se conoce que era una profesión que le infundía respeto, pero, vamos, ni por el forro. ¡Si no sabía ni coger unas tijeras! Ese tenía de sastre lo que yo de cura, que lo único que me gusta de eso es dar hostias.

A partir de aquel momento (desde el braguetazo, digo), su mayor objetivo en la vida era hacer alarde (y restregárselo de paso por el morro a los demás) de sus posesiones y riquezas, ya que no de buen gusto. De que éste brillaba por su ausencia su casa era la prueba más palpable, aunque no la única: granitos variados en la fachada, baños pintados de rosa, dorados y purpurinas en los marcos de puertas y ventanas, horrendos paisajes y bodegones de rastrillo de algún pintamonas de academia que él consideraba cimas de la pintura universal “decorando” las distintas estancias (hasta en el váter, que tiene bemoles la cosa), estrambóticos automóviles que ni siquiera sabía conducir criando polvo en el garaje…

Desde su estilo en la vestimenta, hortera y estrafalario, hasta sus abominables modales en la mesa a base de sonoros eructos de apestosos efluvios, palillos churretosos hurgando implacables en las caries entre plato y plato, lamparones de grasaza por la barbilla y la pechera… y pasando por una incultura supina en cualquiera de las nobles artes, pareciera que otro de los objetivos vitales del Modesto fuera el de convertirse en la antítesis bípeda de la estética. Y ya puestos, de la ética también. Hasta de la casualidad surgida de la combinación de su nombre y apellido, Lafuente, presumía a la menor ocasión sin recato ni vergüenza, demostrando a quien se le pusiera por delante, deneí y callejero en mano, que hasta una calle en la capital tenía dedicada.

-Y en uno de los mejores distritos -recalcaba el majadero con prepotencia.

Los más ilusos y crédulos, o los pobres desgraciados que forzados por las circunstancias laborales penaban bajo su férula, le palmeaban la espalda con entusiasmo (los primeros), o le reían la gracia a la puta fuerza (los segundos).

Pero la señorona de la balanza y la espada, que de vez en cuando se quita la venda de los ojos, tuvo a bien (por una vez y sin que sirva de precedente, eh, no vayamos a joderla, a ver si se nos va a caer el chiringuito con lo que nos ha costao ponerlo en pie) hacer su trabajo en condiciones, esto es, impartir justicia de la buena, y gracias a una serie de factores negativos concatenados en el espacio-tiempo (el desplome mundial de los precios de sedas y muselinas, la feroz competencia oriental de ojos rasgados (-Y desleal -recalcaba él con rabia sorda-. Putos chinos), la consabida y recurrente esquizofrenia bursátil, sumados a su desmesurada afición a las más onerosas casas de lenocinio y a los garitos ilegales, le abocaron a la ruina en menos que canta un gallo.

Y oye, visto y no visto: de un día para otro, y más pobre que las ratas, se le quitaron de golpe todas las gilipolleces.

Y es que ya lo dice el refrán: “No hay nada peor que un pobre harto de pan”. O, en su variante administrativa, “Si quieres conocer a fulanillo, dale un carguillo”.

Que de estos también hay unos cuantos por aquí.

4 comentarios:

  1. Fantástico. Nos vas a hacer adictos a tus paisanos. ¡Quiero conocerlos a todos!
    Besos

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  2. Bueno, amigo Elías, veo que compartimos universo narrativo y generacional. Saludos.

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  3. Gracias Isabel, Manuel y Marcos. (Las señoras primero, amigos. En esto soy un todo un antiguo).

    Y sí, Antonio, tienes razón. yo también veo a tus personajes y los míos casi como primos hermanos.

    Abrazos.

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