Si,
tal y como afirma la sentencia popular, el nombre con que nos castigan en el
instante de ungirnos en la pila bautismal imprime un carácter indeleble y
tiende a ser un reflejo fiel de la personalidad del sujeto (aunque conozco yo a
un tal Elías que no tiene nada de profeta; es más, no acierta ni cuando
aventura las más peregrinas hipótesis), Modesto era la excepción que confirma
la regla: altanero, orgulloso, ruin, despreciativo en grado sumo, prepotente
con los débiles…
De
origen humilde, casi mísero (su padre, zapatero remendón en un poblacho de la
meseta; su madre, una mártir iletrada que no hacía carrera de semejante patán),
luego de lo que se ha venido llamando toda la vida “dar un braguetazo de tres
pares de cojones” y a matrimoniar de “penalti” gracias a una artera
combinación de su buena facha, su fértil labia aduladora y sus malas artes en
el acoso y derribo de la víctima elegida, devino en industrial de éxito en los
negocios del ramo textil (telas y paños al por mayor, confecciones y mantelerías, ropa de baño y cama…) con el apoyo escéptico de su suegro forzoso, que lo
soportaba a duras penas y no le perdonó jamás el bombo prematuro de la niña.
A
él le gustaba titularse de sastre, se conoce que era una profesión que le
infundía respeto, pero, vamos, ni por el forro. ¡Si no sabía ni coger unas
tijeras! Ese tenía de sastre lo que yo de cura, que lo único que me gusta de eso
es dar hostias.
A
partir de aquel momento (desde el braguetazo, digo), su mayor objetivo en la
vida era hacer alarde (y restregárselo de paso por el morro a los demás) de sus
posesiones y riquezas, ya que no de buen gusto. De que éste brillaba por su ausencia su casa era la prueba más palpable, aunque no la única: granitos variados en la fachada, baños pintados de rosa, dorados y
purpurinas en los marcos de puertas y ventanas, horrendos paisajes y bodegones
de rastrillo de algún pintamonas de academia que él consideraba cimas de la
pintura universal “decorando” las distintas estancias (hasta en el váter, que
tiene bemoles la cosa), estrambóticos automóviles que ni siquiera sabía
conducir criando polvo en el garaje…
Desde
su estilo en la vestimenta, hortera y estrafalario, hasta sus abominables
modales en la mesa a base de sonoros eructos de apestosos efluvios, palillos churretosos
hurgando implacables en las caries entre plato y plato, lamparones de grasaza
por la barbilla y la pechera… y pasando por una incultura supina en cualquiera
de las nobles artes, pareciera que otro de los objetivos vitales del Modesto
fuera el de convertirse en la antítesis bípeda de la estética. Y ya puestos, de
la ética también. Hasta de la casualidad surgida de la combinación de su nombre
y apellido, Lafuente, presumía a la menor ocasión sin recato ni vergüenza,
demostrando a quien se le pusiera por delante, deneí y callejero en mano, que
hasta una calle en la capital tenía dedicada.
-Y
en uno de los mejores distritos -recalcaba el majadero con prepotencia.
Los
más ilusos y crédulos, o los pobres desgraciados que forzados por las
circunstancias laborales penaban bajo su férula, le palmeaban la espalda con
entusiasmo (los primeros), o le reían la gracia a la puta fuerza (los segundos).
Pero
la señorona de la balanza y la espada, que de vez en cuando se quita la venda
de los ojos, tuvo a bien (por una vez y sin que sirva de precedente, eh, no
vayamos a joderla, a ver si se nos va a caer el chiringuito con lo que nos ha costao ponerlo en pie) hacer su trabajo
en condiciones, esto es, impartir justicia de la buena, y gracias a una serie
de factores negativos concatenados en el espacio-tiempo (el desplome mundial de
los precios de sedas y muselinas, la feroz competencia oriental de ojos
rasgados (-Y desleal -recalcaba él con rabia sorda-. Putos chinos), la
consabida y recurrente esquizofrenia bursátil, sumados a su desmesurada afición
a las más onerosas casas de lenocinio y a los garitos ilegales, le abocaron a
la ruina en menos que canta un gallo.
Y
oye, visto y no visto: de un día para otro, y más pobre que las ratas, se le
quitaron de golpe todas las gilipolleces.
Y
es que ya lo dice el refrán: “No hay nada peor que un pobre harto de pan”. O, en su variante administrativa, “Si quieres
conocer a fulanillo, dale un carguillo”.
Que
de estos también hay unos cuantos por aquí.
Implacable y genial.
ResponderEliminarFantástico. Nos vas a hacer adictos a tus paisanos. ¡Quiero conocerlos a todos!
ResponderEliminarBesos
Bueno, amigo Elías, veo que compartimos universo narrativo y generacional. Saludos.
ResponderEliminarGracias Isabel, Manuel y Marcos. (Las señoras primero, amigos. En esto soy un todo un antiguo).
ResponderEliminarY sí, Antonio, tienes razón. yo también veo a tus personajes y los míos casi como primos hermanos.
Abrazos.