Junto a la segunda fase
de unifamiliares del Irvi hay un perro encadenado a un carro. Es un perro
cabezón, con molde de bóxer y trazas de perro callejero. Tiene la piel marrón,
un poco atigrada y una pechera blanca que le baja por las patas hasta ponerle
calcetines. Resulta a la vez fiero y doméstico: fiero porque está encadenado al
eje del carro, doméstico porque no hace nada. Pero lo que más me llama la
atención es su mirada: tiene una mirada tan radicalmente triste que no asusta.
Jamás me ladra, pero nunca me acerco demasiado. Y no por miedo, sino por
lástima. A veces, cuando me ve pasar, se sube al carro, y otras ni tan siquiera
levanta su enorme cabeza de las patas. Nunca hasta hoy he sentido ganas de
liberarlo del carro y la cadena. Esta mañana, sin duda un poco blando por la
desproporcionada caminata que me he metido, la lástima me ha invadido y esa
idea se me ha cruzado por la cabeza. Afortunadamente me ha pillado en negativo:
seguro que si me acerco a soltarlo me muerde la mano.
José
Ignacio Foronda (Días bajo el sol, Pepitas de calabaza, 2011)
Imagen: Josep Bou
Qué seriedad, magnífico.
ResponderEliminarSí que lo es, Manuel; como todo el libro: magnífico. Te lo recomiendo.
ResponderEliminarAbrazo.