Dicen
que la luna llena, y si está aliada con el calor excesivo ya no digamos,
favorece los instintos incívicos, violentos, y aun homicidas. Es posible que
esto no sea más que una absurda leyenda urbana o alguna de esas supersticiones
estúpidas que los necios convierten en hábitos de vida, pero lo que es a mí, la
luna, llena o vacía, creciente o menguante, gorda o flaca, pálido o púrpura, no me afecta para
nada; vamos, que me la sopla y me la refanfinfla, que diría un chulapo viejo.
Por lo menos en este momento y hasta donde se me alcanza, que con la sandeces estas, tan en boga, de la astrología de pacotilla, la engañifa pirulera de las cartas
astrales y la superchería estelar nunca se sabe. Pero el calor… ¡ay amigo!, el
calor no lo llevo muy bien que se diga. Vamos, que me pone de una hostia que es mejor que os apartéis de mi vera, verita, vera, si el termómetro pasa de los treinta. Conque a lo mejor es por eso que hubo
un verano en que yo creo que me volví medio loco. Por el tremendo calorazo
azotando sin tregua día tras día y las noches en blanco dando vueltas en la
cama, la almohada y las sábanas empapadas de tanto sudar la gota gorda y los
nervios de punta por el pertinaz insomnio, con los ojos como platos bajeros e imaginando
en esa vigilia forzosa vaya usted a saber qué infantiles atrocidades. O por el
asedio inquebrantable de las siniestras avispas y de las moscardas, gordas y
repulsivas con su brillo metálico y pavoroso que zumbaban incansables a nuestro
alrededor como adivinando los cadáveres que seremos. Himenópteros y dípteros
(¡toma ya dato científico!) que, y mira que han pasado años, nos siguen dando la matraca erre que erre a base de
bien, que anda que no son pesados los putos bichejos voladores. Yo creo que piensan, es un decir, “ya falta menos para
hincarle el diente a este imbécil”.
No
me preguntéis cómo ni a cuento de qué, porque os juro que de seguro no lo sé, pero puede que
producto de aquella locura ese verano que digo me dio por aprender a bordar. Tal
como os lo cuento, lo juro por encima de la campana gorda. Así que en vez de
salir a la calle a sacudirme el pellejo con alguien, causar estragos de variada
catadura en farolas o ventanas afinando puntería (el cristal ajeno se presta
que ni pintado para estos menesteres),
desinflar neumáticos a destajo, moler a palos a algún mamífero de cuatro patas despistado o buscarle las cosquillas a alguna vieja puñetera (cosa de escamotearle el bastón y la toquilla para hacerla rabiar un rato) en vistas a aplacarme los nervios, yo me convertí en un
loco pacífico que se conformaba con pasar las tardes a la sombra como un bendito, ver para creer,
practicando “mis labores” en el minúsculo patio de casa sentado
en una sillita de enea. Con las tablas del respaldo pintadas de azul plomo y
florecitas blancas y amarillas muy castigadas ya por el roce, así como marchitas y medio fantasmales. Una silla tan enana que me obligaba a encoger las piernas casi hasta
el mentón. La misma que llevé algunos años atrás, arrastrándola por el polvo con
desgana y a la fuerza, hasta “la escuela de los cagones”, una especie de
almacén veraniego de chiquillos para el descanso materno donde aprender, lo que
se dice aprender, pues como que no. La comadre que regentaba "la academia", una viuda renga de un ojo, el derecho creo recordar, y pelillos tercos en la sotabarba, era para verla: aquella mujer (iba a decir buena, pero como que no le pega), castigada con encono por la
obesidad, el estrabismo, la incuria y estoy por asegurar que hasta el furor uterino, que nos acogía en su casa con humos de
maestra, y aun catedrática si estaba con lo suyo de la menopausia (cosa de repentinos sofocos y extraños cambios de humor), y de la que acaso por un
extraño mecanismo de compensación de la memoria he olvidado el nombre, no
estaba dotada precisamente para la pedagogía; aunque sí, y con una eficacia
garantizada, para la disciplina más espartana, rigor que ejercía sobre nosotros
con entusiasmo desmedido sirviéndose para ello del elemento disuasorio que
tuviera más a mano: guantazo, zapatilla, palo de escoba… Y ya desde el primer
día “de clase” con el beneplácito, cuando no el
mandato expreso, que tiene bemoles la cosa, manda carallo, de nuestras
progenitoras:
-Sacúdele
sin miedo, fulanita, que algo hará, seguro. Y ná bueno ni de provecho, tenlo por cuenta, que este descastao ha salío al modorro y al gandul de su padre, si lo sabré yo de sobra,
que me van a quitar la vida entre los dos -aleccionaban a la cancerbera mientras
te soltaban un coscorrón a modo de ejemplo y se despedían entre suspiros,
quejosas y mártires, con alguno de sus lamentos favoritos: “¡Ay, Virgencita de
mi alma!”. O bien, “¡Ay, Señor, Señor, qué cruz!”.
De
modo y manera que mientras mi madre y alguna vecina que siempre se arrimaba
cosían o hacían punto o le daban al ganchillo como hormiguitas laboriosas arrejuntando
grano (siempre tejían la ropa -normalmente bufandas y jerséis- para el invierno
durante el verano; y verlas enredando con las madejas de lana en plenos julio o
agosto me daba más agobio todavía), yo me afanaba con la aguja, el dedal y los
hilos como si estuviera descubriendo la pólvora con música o la vacuna contra el cáncer. Lo más difícil, con
diferencia, enhebrar la puñetera agujita: nunca se me ha dado bien, nunca me ha
salido al primer intento. Ni al segundo. Ni al tercero. Una pesadez, vamos.
Conque ponte a meter un camello por su ojo como quiere la parábola bíblica; no
te arriendo las ganancias.
Ante
aquella inusual y enternecedora estampa de su Elías batallando fieramente con
los enseres propios de la costura, mordiéndose la lengua con atento afán como si eso fuera a ayudarme en algo y
prestos todos los sentidos al asunto que nos incumbe, que diría un cursi, mi
madre, dada mi rebeldía contrastada de sobra en múltiples ámbitos y ocasiones
(“El de la Cloti, el de la Cloti, seguro que ha sío el de la Cloti, como siempre”, condenaban las cotillas sin
paliativos cuando ocurría algún percance desagradable en el barrio mandando a
freír espárragos la presunción de inocencia y, de paso, quitarse de encima
algún marrón que pudiera salpicarlas a ellas o a sus retoños), estaba atónita. Disimulaba, claro, pero era evidente que no cabía en sí de gozo, se le notaba el contento y el
relajo a la legua: así me tenía más controlado que de costumbre y sus
periódicos quebraderos de cabeza conmigo se tomaban un necesario respiro.
De
fondo, como banda
sonora de las pacíficas labores textiles, el murmullo un punto adormecedor de la radio
emitiendo aquellos tremendos dramones de amoríos y desgracias (Simplemente María, Lucecita, Ama Rosa…)
o ligeramente cómicos y carpetovetónicos (Matilde,
Perico y Periquín, La saga de los Porretas…) de los que la mayoría de las
mujeres del barrio no se perdían un capítulo así las mataran. Mientras el
cuadro de actores (ojo al parche: he dicho actores y no locutores) radiofónicos (Juana Ginzo, Pedro Pablo Ayuso, Matilde Conesa, José Fernando Dicenta, Matilde
Vilariño…) largaba el texto del día a través de las ondas con sus voces prodigiosas
que lo mismo hacían un viejo que un niño, una enamorada que un canalla, un
soldado que una monja… impostando o engolando la voz lo que hiciera falta para
darle verosimilitud al personaje de turno, el aire de la tarde podía cortarse
como la mantequilla con un cuchillo caliente. Cualquiera piaba: te jugabas un
sopapo con estrambote (“Cállate, niño”.), pero al momento.
En
los descansos publicitarios de la emisión, las comadres, sin quitar mano de la
labor, incrementaban aún más si cabe la tensión radiofónica a base de darle a
la húmeda comentando las peripecias de los protagonistas como si les fuera
la vida en ello, tomando partido por unos u otros con un
ardor insólito. Más de una amistad he visto yo romperse para los restos por esas discusiones sin sustancia. Y si ese día, por
lo que fuere, no había radionovelas, pues las canciones dedicadas, coplas y
baladas mayormente, pero sin desatender tampoco tangos, boleros o pasodobles,
interpretaciones éstas a las que ellas les hacían el coro en los estribillos
soltando unos penosos gorgoritos, por no decir unos “gallos” que tiraban para atrás la mayor parte de las veces. O
seguían la melodía acorde tras acorde, estrofa tras estrofa, de pe a pa, pero a
su estilo y manera, cambiando la letra cuando les venía en gana y como dios les
daba a entender. Otras veces el motivo de silencio a la fuerza era el Consultorio Sentimental de Elena Francis,
un delirante programa de consejos y recomendaciones dirigido sobre todo al
género femenino que, escuchado hoy día, con total seguridad nos induciría a
llorar desconsoladamente por la sarta de estupideces que salían de aquella
boquita con ínfulas moralizantes y carcas.
Volviendo
al tema: a pesar de que estuve ensayando de firme previamente en un viejo
bastidor que mi madre tuvo que pedirle prestado a una vecina, mal que me pese
no tengo más remedio que admitir que bordando era un desastre, un inepto, una
calamidad. Lo que tampoco era nada nuevo; lo de calamidad, digo. Si la aguja
hubiera estado impregnada en tinta, a buen seguro que ahora luciría un bonito
tatuaje abstracto, o surrealista, o vagamente étnico en las yemas de los dedos.
Quiero decir, que me pinchaba más veces de las que atinaba con la dirección
correcta de la puntada. Para sastre no hubiera valido, eso lo tengo claro. Y a
cada pinchazo, me cagaba en todo lo que
se remenea, lo que me reportaba de inmediato una ristra de pescozones por
deslenguado. De mi madre o de la vecina que estuviera más cerca, que allí todas
ellas gozaban de venia a la hora de sacudir a capricho al infante díscolo y malhablado.
Con
mucho sufrimiento y dolor gracias a los citados pinchazos y sus consecuencias
“educativas”, y tras múltiples intentos infructuosos, conseguí bordar, por
decir algo, un espantoso palo de hockey (fijaos bien qué gilipollez, hockey, que ya
es raro de cojones el jueguecito, pegarle a un cacho de goma con un palo
para meterlo en una portería raquítica)
en el frontal de una gorra blanca de visera. No hubo bobina que se salvara:
metí en él todos los hilos de colores que encontré en la caja de la costura,
por lo que ya os podéis imaginar el estrafalario resultado: un horror cromático
de no te menees, de mátame camión, de toma pan y moja que se acaba la salsa. Ahora
que lo pienso, a lo mejor sí que estaba un poco loco.
El
primer día que me la puse (casi un mes eché en rematar la faena, lo que puede
daros una pista concluyente sobre mi irrisoria destreza con hilos y aguja, con dedal y tijeras, con
tela y bastidor...) y salí a la calle con ella encasquetada en la cocorota, todo orgulloso de mi labor y,
según exageración materna, “más bonito que un san Luis y más contento que unas
castañuelas de olivo”, lo más suave que me dijeron los compinches de la panda
en cuanto me echaron la vista encima fue “mariquita”. Pero se inclinaron
rápidamente por el aumentativo grosero del término mientras me corrían calle
abajo gritándome el epíteto con un entusiasmo que no venía a cuento, la verdad,
e intenciones que sospecho poco edificantes y pacíficas si llegaban a
atraparme. Y digo sospechar por decir algo, porque lo que berreaban aquellos
felones desharrapados a la caza y
captura de mi persona no era lo que se dice el paradigma de la sutileza, ya que la
amenaza que anunciaban a voz en grito no podía ser más gráfica ni explícita:
-¡Maricón,
trae p´acá esa gorra de mierda que te
vamos a meter los güevecillos en ella pa hacernos un revuelto con papas! -fue uno de los poco sutiles y contundentes argumentos que manejaron aquellos medio delincuentes con mocos con los que
compartía casi a diario bocadillos y pedreas para ponerme al corriente de su bárbaro
propósito. (Ahora, pensando esto mientras lo escribo, caigo en la cuenta de que lo que más me molestó de aquella ridícula peripecia fue el diminutivo que emplearon los colegas para referirse a mis atributos. ¡Serían cabrones!).
Me
salvé de chiripa del escarmiento gracias a que natura, ya que no de demasiado
intelecto ni habilidad manual, me dotó a cambio de buenas piernas y los dejé atrás
visto y no visto gracias a la amplitud, rapidez y, ya puestos por qué no decirlo también, varonil
elegancia de mi zancada, digna, acaso, de un mediofondista olímpico. La cordura se impuso al cabo y no llegó la sangre al
río: mis testículos, mis amados recolgones, mis gemelos predilectos, al menos de momento, estaban a salvo. Fatigados y sudando
como pollos (¿los pollos sudan?) por la tenaz persecución, acabamos alcanzando
un acuerdo satisfactorio para todos y quemamos la gorra en una fogata junto a las vías. Como si se
tratara de purificar en una especie de auto de fe profano un pecado nefando.
Ante toda la cofradía, y al arrimo de una lumbrecilla
redentora, juré por mis muertos pasados, presentes y futuros no volver a reincidir
en las artes de la costura y el bordado, la aguja y el hilo, el bodoque y las puñetas. Con los últimos y humeantes rescoldos de la
hoguera que, a modo de rúbrica del acuerdo, tuve que apagar meando ante todos ellos en un gesto postrero de
buena voluntad, los de la pandilla se dieron por satisfechos y las revueltas aguas
volvieron a su cauce.
Lo
malo es que cuando mi madre se enteró del ritual con la gorra y su fin de
hereje (y se enteró esa misma tarde, al ratito como quien dice, que allí no
había manera de guardar un secreto: las noticias, sobre todo si eran malas,
corrían de boca en boca por las calles del barrio que daba gusto) me dio lo que no está
en los escritos en cuanto mis pies traspasaron el umbral de casa. Puestos a
elegir hubiera preferido de todas, todas, que me atraparan los colegas, qué
queréis que os diga. A buen seguro, su correctivo no hubiera llegado ni a la
barbaridad que cacareaban en la persecución (Perro
ladrador…) ni a la somanta de concurso que me propinó mi madre, tenaz y experta atizadora como ya se ha comentado en otras ocasiones. Y al menos de esos
gañanes que se decían mis amigos (que tiene miga la cosa, menudos amigos) hubiera
podido vengarme tarde o temprano con cualquier pretexto al menor desliz similar
por su parte.
De
todo aquello me quedó una cierta maña (tampoco mucha, no vayáis a creer que soy
el Balenciaga ese) a la hora de pegarme algún botón rebelde, algún remiendo de
urgencia en el bajo del pantalón, algún apaño en el puño de la camisa…
Y
un profundo resquemor por las gorras con visera.
Siguen creciendo las "Notas" con buen humor y excelente pulso. Sabroso conjunto para, llegado el día, leer y disfrutar de corrido.
ResponderEliminarAbrazos.
Gracias Antonio, como siempre.
ResponderEliminarEngordar para morir, que se dice: se me van agotando de momento estas "notas". Ya apenas queda alguna en el zurrón, también llamado archivo. Aunque nunca se sabe.
Abrazo.
Qué fantástica historia, Elías. Me la he bebido a grandes sorbos, con la sonrisa en la boca. Ya va siendo hora de una novela ¿no?. Un beso
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