martes, 1 de enero de 2013

Rituales de año nuevo


Al igual que los últimos días del año viejo, el que estrenaba el nuevo también llegaba cargado de rituales: después de las uvas y el champán (o más bien la sidra, que por lo menos en mi casa nunca estuvo la cosa para tirar cohetes ni descorchar espumosos de marca; los pequeños de la casa apenas un sorbito de vino dulce con algún mantecado de postre, y a la cama) tras las campanadas televisivas, la primera noche del recién nacido año se presentaba a priori pródiga en alegrías: cotillón y guateque con la pandilla salpimentado con gamberradas varias tales como explosión de petardos o bombas fétidas entre los pies de los bailarines amartelados, ingestión a toda mecha de disparatados cócteles que nunca hubieran ganado un concurso ni de pueblo en fiestas (y mira que son burros los de los pueblos cuando están de juerga), antifaces y sombreros horrorosos, chaparrón de harina y confeti, aquelarre de trompetillas y matasuegras, pirotecnia de andar por casa…
Pero ese uno de enero en pañales se caracterizaba también por tres rutinas invariables y casi obligatorias establecidas de manera tácita entre los colegas de farra y que cada cual cumplía en la medida de sus fuerzas: a la amanecida, y pagado a escote con los ya exiguos restos del fondo común, un tentempié de churros con chocolate (yo prefería las porras a los churros; y si la gorda del centro de la espiral, glotón que era uno, mejor que mejor) en el primer local que viéramos abierto camino de la cama con los ojos como cristales rotos, muertos de frío y cansancio; al mediodía, cada uno en su casa dando cabezadas en la mesa camilla frente a la tele con el brasero de picón a los pies, el concierto de valses de Strauss a cargo de la Filarmónica de Viena con el cierre sincopado de aplausos por parte de los asistentes a los alegres sones de la Marcha Radetzky, y a continuación, y casi sin respiro, ¡señoras y señores, mesdames et messieurs, ladys and gentlemans, damen und herren, tachaaaaaán!, los fabulosos saltos de esquí (una mariconada, según los padres, y una locura, según las madres) desde Garmisch-Partenkirchen, Deutschland, prueba valedera para el Torneo de los Cuatro Trampolines. ¡Cómo se tiraban los tíos a toda pastilla cuesta abajo con el rostro cortando el gélido viento, los brazos estirados y rectos hacia atrás por la cosa de la aerodinámica y, en el momento justo, el impulso último y poderoso con las piernas para llegar lo más lejos posible en su vuelo intentando establecer un nuevo récord! ¡Joder, aquello sí que era cojonudo! Sobre todo cuando a alguno de los saltadores (que siempre, mira tú por dónde, eran noruegos, suizos, yugoslavos, alemanes, canadienses… nunca vimos a ningún compatriota en la rampa de salida) se le cruzaban los esquíes en el aire, perdía el equilibrio y la compostura en el trayecto y se pegaba un costalazo morrocotudo al aterrizar sobre la nieve, a punto de romperse la crisma o partirse las piernas igual que un muñeco descoyuntado a conciencia. ¡Hostias, cómo molaba aquéllo! Ahí sí que aplaudíamos como locos y berreábamos con entusiasmo propio de hooligans borrachos. No como con esas antiguallas del Danubio azul o el Vals del Emperador, con las pollitas casaderas vestidas de pastel de merengue temblón y los tíos encajados como con calzador en el traje de pingüino dando vueltas y vueltas y más vueltas por la pista, tiesos igual que si llevaran un tronco de rosal sin pelar en el culo. Tanto ellos como ellas, por supuesto, que la gilipollez no entiende de sexos. ¡Copón, qué mareo el vals, vaya un baile insulso y aburrido!
Ya por la tarde, y para rematar el jolgorio de la mejor y más barata manera posible, asistencia con los compinches a la primera sesión doble del cine que nos cayera más a mano por las cercanías del barrio: el París, el San Diego, el Río, el Bristol, el Excelsior… La verdad es que con el cansancio y, por qué no decirlo, la feroz resaca que arrastrábamos, nos la sudaban bastante tanto el cine como las películas, normalmente algún dramón de tomo y lomo a dúo con una comedia cursi y anodina. Ese día no se calentaban mucho la cabeza con la programación de la cartelera, no. Pero eso era lo de menos, lo cierto es que nos importaban una mierda las pelis que pusieran o dejaran de poner. Porque después de la agitada noche, el reparador ratito al amor del brasero arropados hasta el cuello con el faldón de la camilla y la ingesta, si se terciaba y había ganas, de las sobras de la cena festiva, nosotros íbamos al cine a dormir tranquilos un rato. Era hacerse la oscuridad, empezar el tostón en technicolor en la pantalla y, al momento, era casi automático, los párpados se nos desplomaban con voluntad irreductible a la velocidad de un alud. en cuanto las pestañas de cada cual se tocaban entre sí, caíamos sin remedio en una especie de catalepsia pasajera de la que sólo nos sacaba a duras penas la musiquilla de los títulos de crédito de la segunda peli o las voces del acomodador. El uno de enero, y durante unos cuantos años, la oscura sala del séptimo arte, el templo laico del celuloide a veinticuatro imágenes por segundo fue para nosotros el equivalente al séptimo cielo de las siestas, una elegante cura de reposo, como una necesaria convalecencia contra la fatiga o la tuberculosis en algún balneario de postín y de entreguerras: Budapest, Baden-Baden, Karlovy.Vary... Algo así.
Durante una buena temporada después de Reyes todavía aparecían por los rincones más insospechados de las casas trozos de turrón pegajosos y muertos de tristeza, algún polvorón más indigesto y rocoso que de costumbre, mazapanes varios coronados de moho y bacterias varias, solitarias peladillas o garrapiñadas más arrugadas de lo normal… Dulces suculencias que parecían suplicarnos “comednos, por favor, comednos, tened compasión, no nos dejéis aquí tiradas todo el año”, y de las que no atendíamos el ruego, sino que las almacenábamos como golosina de urgencia para cuando no hubiera otro remedio; o con el alevoso fin de utilizarlas como munición suplementaria en las pedreas contra las bandas de las otras calles en un triste y contra natura destino bélico de las afamadas especialidades confiteras navideñas.
Había también un rito, digamos negativo, que consistía en no comerse nunca, jamás, bajo ninguna amenaza o circunstancia, los trozos de fruta escarchada que humillaban el roscón de Reyes con su dañina presencia. Si alguno de nosotros, en un momento de debilidad producto sin duda de algún rapto de locura hubiera confesado que le gustaba siquiera un poco la fruta escarchada, su fin como miembro de la pandilla hubiera estado sellado de manera irremediable: expulsión de la manera más ignominiosa.
Y es que con las cosas de comer no se juega, ya lo decían nuestras madres.

4 comentarios:

  1. Tus recuerdos, como tantas otras veces, son los míos. Sólo que en mi caso no había roscón de Reyes, sino que ese día acabábamos por dar cuenta de cuantos turrones, mazapanes y demás dulces navideños se hubiesen quedado rezagados.

    Un pequeño matiz: echa un vistazo a la última frase del penúltimo párrafo, supongo que ese "estaba" debiera ser "estado".

    Abrazos renovados en el nuevo año.

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  2. Comentario mientras escucho el concierto de navidad, esperando eso sí a que se peguen los costalazos de turno los saltadores de esquí.
    Y por la tarde, a ver si pillo una siesta, aunque sea en el sofá.
    La vida misma, otra vez uno de enero. En fin...

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  3. Me gusta compartirlos contigo, Antonio, ya lo sabes.
    En cuanto a esos trozos de turrón, mazapán, etc., ya ves el destino que les aguardaba en nuestras manos.
    Y gracias por la corrección: tienes más razón que un santo.

    Abrazos.

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  4. La siesta en el sofá es muy peligrosa, Amando:
    en cuanto te descuidas, te pillan para vete a saber qué. Nosotros huíamos presto después de comer no fuera a ser que esa tarde nos llevaran de visita a casa de alguna tía abuela o similar. Te costaba algún durillo, pero lo dábamos por bien empleado.

    Abrazos.

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