Ocho horas llevábamos ensayando.
A punto ya de que nos diera un ataque.
En los pasajes más tristes de la partitura del adagio, la señorita del cello (que había roto con su pareja y que de señorita tenía más bien poco pues rondaba los sesenta si es que no los había dejado) se echaba a llorar de repente con un jipido lamentable o, sin motivo razonable alguno, se arrancaba a destiempo con un chirriante pizzicato que arruinaba sin remedio la armonía de la pieza.
Y venga, a empezar otra vez. Aquello no parecía tener fin.
Qué novio ni qué novio.
Como si los demás no tuviéramos también problemas personales.
Por ejemplo: yo que había quedado con mi pareja hacía por lo menos dos horas. Y eso sí que era un problema de los gordos, si la conoceré yo.
Qué novio ni qué novio.
Como si los demás no tuviéramos también problemas personales.
Por ejemplo: yo que había quedado con mi pareja hacía por lo menos dos horas. Y eso sí que era un problema de los gordos, si la conoceré yo.
Le clavé, reconozco que con una cierta saña, el arco del violín entre aquellos pechos en desplome bajo la mirada aprobatoria del director y todos los demás colegas.
Luego tocamos un réquiem rapidito y nos fuimos cada uno a seguir con nuestros asuntos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario