Hoy, 25 de noviembre, se cumplen dos años de la temprana e injusta muerte de uno de los mejores poetas extremeños: Ángel Campos Pámpano.
En su pueblo natal, San Vicente de Alcántara, y a través de la Asociación Cultural “Vicente Rollano”, se han organizado unas jornadas culturales alrededor de su figura.
Hoy habrá una lectura de sus poemas (la mejor manera de celebrar su memoria) realizada por un numeroso grupo de sus paisanos en un lugar precioso: la Ermita de Santa Ana, un espacio antaño religioso y recuperado ahora como centro cultural.
El pasado día 19 me llamaron para compartir con ellos el recuerdo del amigo, del maestro, del poeta.
Este es el texto que leí:
ÁNGEL
Me sorprende un poco y me emociona un mucho -a qué negarlo, si seguro que se me va a notar-, que hayáis pensado en mí para estar hoy aquí con vosotros, algo que os agradezco profundamente. Y digo que me sorprende porque Ángel tenía muchos amigos, también míos en muchos casos, con méritos más que sobrados para estar aquí en mi lugar hablándoos del amigo, del poeta, del traductor, del activista cultural en tantos frentes, del enorme ser humano que era Ángel Campos Pámpano. Y digo que me emociona porque para mí la amistad, la lealtad, son tesoros intangibles que uno debe compartir con los demás a la menor ocasión. Y Ángel, o Pámpano, como también le gustaba que le llamasen -siempre recalcaba y exigía en sus publicaciones el apellido materno con orgullo, algo fácil de entender si se conocía a la señora Paula-, ha sido sobre todo un amigo, mi maestro y mi amigo, con todo lo que de hermoso o conflictivo conlleva esta palabra, este sentimiento, este latido el alma.
Por eso hago mías -y sé que a él no le importará que las tome prestadas- las hermosas palabras que otro grandísimo amigo suyo, Luis Arroyo, publicó a propósito del homenaje que, un año después de que nos dejara, se le tributó en las páginas de Espacio/Espaço Escrito, que Ángel fundó y sostuvo con tanto entusiasmo como acierto hasta convertirla en la mejor revista hispano-lusa que haya existido: “A estas alturas de la vida, creo en la amistad, en el arte y en muy poco más”.
Cuando yo me encontré con Ángel por primera vez, apenas un año o año y medio después de llegar a Extremadura, a mí me faltaba, en distintos órdenes de la vida, lo que suele decirse, llanamente, “un hervor”. O dos, no nos quedemos cortos. Yo tenía una afición, digamos difusa, por la literatura: era sobre todo un lector; constante, sí, pero sin criterio definido, y también apasionado, pero, me temo, poco atento o capacitado para sacar el provecho que encerraban las maravillas que caían en mis manos casi por casualidad. Y esto hacía que no apreciara debidamente su valor. También, con esa osadía que otorga la juventud acerca de la bondad de sus empresas, emborronaba cuartillas con unos versos sacados de no se sabe dónde, y que en verdad no tenían, como poco después se encargó de dejarme claro Ángel, dónde caerse muertos, como también se suele decir.
A este respecto, quiero decir que en relación a mi conocimiento de Ángel, me gusta utilizar un símil donde yo me veo como ese minero que baja todos los días a las entrañas de la tierra y empieza a picar, lleno de sudor y polvo, sabiendo que sólo va sacar ganga, escorias, carbón de baja calidad y cansancio, pero que un día, pleno de suerte, oye un sonido distinto al de costumbre cuando golpea porque ha descubierto, con ese preciso golpe de pico y casi por casualidad, algo que va a cambiar su vida para siempre, la veta oculta de algún metal noble, el brillo de una gema en la oscuridad.
O como ese buscador de oro que lleva años a la intemperie, acuclillado o de rodillas bajo el frío o el calor, filtrando arena y agua con su cedazo, buscando un mínimo fulgor en los restos atrapados por la malla y que nunca encuentra. Hasta que lo encuentra.
Así Ángel para mí: ese hallazgo inesperado y feliz que te cambia la vida en un instante, y que al pronto a lo mejor no reconoces. Mi primer acercamiento a él fue, -como no podía ser de otra manera- en unas lecturas poéticas que se celebraban en Mérida hace ya demasiados años y a las que asistíamos ambos, sin conocernos aún, en calidad de oyentes. Alguna que otra vez estuvimos sentados juntos, atentos a la lectura de turno, pero sin saber quiénes éramos uno u otro, ni dirigirnos la palabra.
Palabra que él tomaba en cuanto acababa la lectura para someter al autor a una especie de interrogatorio acerca de lo que había estado escuchando. Claro, uno veía a aquel tipo grandón, hosco en apariencia, como un oso amable en busca de miel, someter al ponente a sus preguntas directas, requiriendo respuestas precisas y claras, y se preguntaba quién podía ser aquel tipo incordiante que casi nunca faltaba a esta clase de citas. Había veces, lo confieso aquí como se lo dije a él cuando ya teníamos una cierta confianza, en que me caía hasta mal.
Luego empecé a comprender el alcance de sus preguntas, la verdadera intención con que estaban formuladas: la de enriquecer ese momento con sus asertos, con sus pullas irónicas -la ironía es un arma que hay que saber utilizar muy bien y no siempre es bien recibida-, con sus preguntas y repreguntas que el poeta de turno se veía obligado a contestar estableciendo con ello un didáctico diálogo con los oyentes, que salíamos de aquellas lecturas sabiendo más de lo que sabíamos al entrar en ellas.
Y una vez, en virtud de una sustitución de última hora -entonces yo estaba en el banquillo de la poesía y todavía hoy, tantos años después, no me considero titular de nada- me tocó intervenir a mí, mira tú por dónde, en aquel ciclo de lecturas. Cuando me lo anunciaron con un par de semanas de antelación, mi mayor preocupación no era qué leer -en aquel entonces apenas guardaba una gavilla de textos dispersos, sin mucha relación entre sí, y que sólo con muchas dosis de buena fe podrían catalogarse de poemas-, o cómo hacerlo, sino si aquel tipo grandón, hosco, con bigote, iba a estar allí el día de mi lectura, y qué podría contestar yo a sus siempre inquisidoras -en el mejor sentido de la palabra- preguntas sin causar espanto entre quienes escucharan mis torpes respuestas.
Ya no recuerdo bien cómo salí del apuro, si gallardo o derrotado. Y además, no importa, qué más da. Pero sí recuerdo que aquella lectura fue el inicio de todo: veinticinco años de amistad y sabiduría que la muerte, injusta y torpe, nos arrebató tan a destiempo, tan a traición.
Otro amigo, Luis Felipe Comendador expresó su dolor con una sola y certera frase: ¿No le pesa a la muerte tanto daño?
Desde aquel momento, y de alguna imprecisa manera que él nunca explicitó -su elegancia le impedía la vanidad- me tomó bajo su implícito tutelaje. Y yo bien que me aproveché: durante sus años en Mérida, se podría decir que yo estaba casi como medio pensionista en sus casas: primero en la Travesía de la Rambla; después, en la calle Morerías donde, por cierto, vive ahora alguien que era para él casi un hermano: Javier Fernández de Molina, un extraordinario pintor con quien realizó alguno de los libros más hermosos que uno haya tenido nunca en sus manos.
Allí, en esas casas romanas, le vi escribir el que sería su primer libro, La ciudad blanca, y con el que me enamoré para siempre, sin conocerla, de la ciudad de Lisboa: sólo a través de sus versos, de sus palabras, de las cosas que me contaba sobre ella.
O Cais
La tarde enciende las luces del puerto.
Huele a tierra mojada en la raíz del muelle.
Levemente hacia el mar,
La estela de un barco rasga el agua:
territorio desnudo que en las sombras
pierde el nombre, el día, los colores…
Escribir es recuperar su ausencia:
esta sabia costumbre de los ríos
de morir en el agua o en el aire.
De allí, de aquellas casas, salía hacia la mía cargado siempre de algún libro de su biblioteca, ante la que yo deambulaba embobado, sacando un libro, hojeando otro, sorprendido siempre de la belleza que encerraban aquellas baldas, casi combadas por el peso de los volúmenes. Casi todos, claro, de poesía.
De la de la Travesía de la Rambla saldría también, creo recordar que una tarde primaveral, y después de barajar y desechar muchos de ellos, el título de mi primer librito de poemas: Contrabando, un pequeño puñado de poemas que de alguna manera obtuvieron su beneplácito para ser publicados en la colección de “La Centena”.
Por cierto, en ese librito están -me lo dijo muchas veces, y todavía no sé si en serio, como un escueto elogio, o en broma, para picarme- los que para Ángel eran mis mejores versos de siempre, un dístico sin metro ni rima:
frente al mar, sobre una duna / el mágico milagro de un junco sólo.
Y allí está también el primer poema que le dediqué, surgido de una anécdota de mi primer viaje a Lisboa y donde íbamos a coincidir:
Escrito en Lusitania
amo el mar que sacude Lisboa,
el puente veinticinco de abril
y aquel felino rabicorto
que acechaba a las gaviotas
enredado entre las algas
y la Praça do Rossio,
donde no acudiste a la cita
Me descubrió infinidad de autores y libros, formas poéticas desconocidas para mí hasta entonces (haikus, tankas -que a él tanto le gustaban, y que tanto reflejo encontraron en su poesía…), me recalcó lo importante del esmero y el rigor y el reposo necesario para que los textos maduren, a no dar -al menos a intentarlo- gato por liebre.
Me enseñó a tener confianza en mí mismo, a no dar más importancia de la necesaria a mi falta de estudios o titulación a la hora de escribir.
La palabra que intento haceros llegar y que resume todo esto, es maestro: porque eso es lo que Ángel fue, y sigue siendo, para mí. Ese maestro -y qué hermosa palabra es ésta- que tantos y tantos no tienen la suerte de encontrar en toda su vida.
Me apropio de sus versos para condensar de mejor manera a cómo yo lo haría, mi relación con él: Siquiera este refugio / esta orilla secreta / donde todo es más fácil.
Como así era todo en su compañía.
Yo, debo confesarlo, siento una debilidad especial por dos de sus libros: ese primero que antes citaba de La ciudad blanca, cuyos poemas -yo lo entiendo así- no dejan de ser una declaración de amor, y el último de La semilla en la nieve, esa estremecedora elegía escrita a la muerte de su madre.
Quien lea este hermosísimo libro y no sienta que el corazón se le encoge, es que lo tiene de piedra.
Su recuerdo como persona, el valor de su obra poética, permanecen indelebles. Un ejemplo: dos años después de su muerte, en Mérida, Suso Díaz, un chico gallego que ni siquiera lo conoció personalmente, le rinde homenaje todas las semanas en un programa de radio dedicado a la poesía y la cultura; programa al que le ha puesto como nombre el título de uno de los libros de Ángel: La voz en espiral, y que inauguramos un grupo de sus amigos.
Esa espiral sin fin del trabajo bien hecho con la que nos envolvió para siempre, esos hilos invisibles que nos unen en la distancia y el afecto a tantos y tantos que tuvimos la suerte de caminar junto a él.
Ahora, veintisiete años después, creo tener la madurez para suponer que hubiera cometido uno de los mayores errores de mi vida si no me hubiera atrevido a acercarme a Ángel Campos Pámpano, que de lo único que presumía de verdad era de ser sanvicenteño.
Hasta aquí el texto leído.
Pero quiero acabar esta entrada con un poema de su gran amigo (y otro de mis maestros) José Viñals, que lo cedió para ese nº de homenaje en Espacio/Espaço Escrito ya citado antes.
V
En el tiempo lejano de la pobreza, en el tiempo cercano de la miseria, en las vísperas del silencio, junto al río negro, sonríe la cabecita del ruiseñor viendo que nosotros sonreímos apenados al cielo opaco de la aldea.
En las vísperas del silencio, sí, del silencio sin tretas, extenuada la fuente del orgullo, viendo cómo claudican las normas altas de la vida.
En la casa del hermano cuyo joven hijo acaba de morir de leucemia. En lo incomprensible, en lo terrible. En el doble fondo de los poemas de Gamoneda. En las ruinas de la casa antigua. En la ciudad vacía. En el alma atestada de visiones oscuras. En la sencillez de la pradera raquítica de bienes, torva sencillez de la orilla del mundo en donde estamos solos.
En tus brazos amables, en el beneplácito leve de tu mirada sin asombro. En las naranjas amargas que cocinas a fuego lento. En el perrillo tendido en la sala. En los hijos dormidos. En el barco que va a llevarnos de Lisboa a Barcelona con Sebastián jugando al caballito blanco. Haciendo el amor en el camarote que nos regalaron. En la Aduana donde se perdieron aquellos tapices dorados.
En las estrellas taciturnas que iluminaron la vejez y las escasas certidumbres del ciclo de la vida. En la maravillosa bandada de pájaros que nos dejan sin aliento a estas horas de la tarde.
En los caminos que hemos hecho o que aún nos quedan sin hacer. En el fuego de leña que no hemos encendido. En la austeridad de la sobremesa con los amigos de la noche, con Guillermo, con Andrés, con Benito. En la copa de brandy español que beberemos a cuenta de la muerte.
Y ya no más. La noche.
José Viñals
(Del libro inédito Antes del silencio)
Un homenaje precioso en este segundo aniversario. Demuestra la huella inmensa que puede dejar esa combinación ejemplar -que ¡ay!, no se da siempre en un mundillo de egos inflados- de "Buen escritor/buen amigo", como lo seguís siendo pese a la distancia Ángel y tú.
ResponderEliminarMe ha emocionado la devoción de tu recuerdo y ese ritual de tiempo en tu memoria que me/nos acerca al poeta amigo. Entrañable y maravilloso, Elías.
ResponderEliminarUn beso.
Maravilloso Elías. Un gran homenaje para tu gran amigo. Palabras del alma o como se llame aquello que late en nuestro interior tan hermoso, tan inalcanzable, tan ingobernable, y que asoma sólo cuando se es tan grande y generoso como tú/como él.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo
Es difícil contener las lágrimas y la rabia un día como hoy, al saber que has tenido a una gran persona a tu lado y de que la vida no te ha dejado más tiempo para conocerle como alumno y como persona, como poeta y como amigo (quien ha tenido la suerte, como tú, de tratarlo de cerca)
ResponderEliminarPrecioso texto Elías. Un abrazo
Xavi
Un abrazo grande siempre, Elías...
ResponderEliminarSe que cuanto dices es verdad, me lo has contado algunas veces, se que su ausencia todavía duele, que nos estremece su recuerdo, que su muerte es irremediable, pero este pequeño tributo, tan hondo y cariñoso, nos devuelve por unos instantes aquel ser humano tan querido y entrañable que fue para algunos Angel Campos Pámpano.
ResponderEliminarCompartimos contigo el recuerdo de Ángel. Gracias, Elías, por traernos otra vez en un día como hoy su presencia y su poesía a través de tus propias palabras.
ResponderEliminarAmigo Elías, gracias por este justo homenaje. Hablas por voz y sentimiento de muchos al recordar a Ángel. Ahora mismo estoy en Barcelona, de gira con el grupo, y casualmente ando enfrascado en su poesía completa desde hace unos días. Su sombra poética se alarga vista desde el presente y su luz amiga se clarifica revivida desde el pasado.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo
JM
Por cierto, la asociación cultural de San Vicente no es "Rellano", sino "Rollano". Vicente Rollano Muñoz fue buen amigo de Ángel y otra persona magnífica que se nos fue pronto. ES JUSTO NO OLVIDARNOS DE LOS BUENOS.
Los aniversarios son los adversarios del tiempo, que lucha por pasar. Así, el tiempo es animadversario, esto es, el enemigo del alma.
ResponderEliminarUn abraÇo y, de paso, feliz aniversario también para ti y para Lali mañana mismo.
MARINO GONZÁLEZ MONTERO
Abordas la ausencia como la poesía, con la misma contención que muestra sin estridencias una emoción profunda.
ResponderEliminarQuerido amigo, cuando se dice lo que se siente sin ambages, cuando la palabra se plasma en el cuaderno y la mejilla se humedece, los demás lo percibimos, lo hacemos nuestro y nos unimos en tu recuerdo, al recuerdo de Ángel y en todo lo que supone su sola mención.
ResponderEliminarAbrazos y versos en este día y cada día.
Suso Díaz
Querida amigas, amigos:
ResponderEliminarGracias de corazón por acompañar con vuestras palabras este pequeño homenaje a tan gran ser humano, a tan magnífico poeta.
Recibid mi abrazo más cordial.
Los hombres inolvidables sólo aparecen una vez en la vida. Sus amigos (fue para mí un amigo, aunque no tuve, como tú, Elías, la suerte de tenerlo cerca...) sabemos la hondísima huella que dejó en nosotros. Contemplar su imagen, recordarlo, no deja de parecerme aún contradictorio, extraño, inverosímil, conociendo -qué vulgaridad- su desaparición. Gracias por traerlo siempre aquí y gracias por tus palabras. Un abrazo.
ResponderEliminarLa amistad es el sentimiento más puro de el hombre, es unas de las pocas cosas que puede elegir, y quien valora este sentimiento es un buen hombre
ResponderEliminarDe nuevo has acertado de lleno, Elías. Conmovedor todo lo que escribes sobre Ángel, y bien merecido. Sobrecogen tanto amor como le sigues teniendo a Ángel (como le seguimos teniendo) y tanto daño como nos ha hecho la muerte. Por mi parte, ya sabéis todos mis amigos que con la pérdida de Ángel volví a sentirme radicalmente huérfano en la vida.
ResponderEliminarUn abrazo, Elías, y enhorabuena por tu gran corazón.