Entre las muchas aves que habitan los parques de la capital no es imposible advertir el vuelo recoleto y porfiado de este gorrión, cuyas alas abren un hueco en el aire, una espiral incipiente en la espiral del mundo. Como todos los gorriones, es ave de saltos bruscos y fugaces, apenas una mota que confunde las predicciones de la mirada. Pero lo que en verdad le distingue es su habilidad para ampliar la extensión del aire, perdiéndose en espesuras que él mismo desvela. Le gustan los bancos de piedra, los setos de aligustre, los columpios de madera tosca y atada con maromas: un triángulo que reproduce el triángulo de sus patas y en cuyo interior se mueve con tímida perseverancia. Su vuelo circular e impredecible abre caminos y rumbos, desovilla un cielo mínimo en el que incluso se vislumbran despuntes de azul, la semilla de un mundo dentro de este mundo. El gorrión vuela y el triángulo crece hacia dentro, se adensa y ahonda, es un pozo que sus alas exploran y ensanchan sin medida. Como si corriera el telón del aire, la estela de su vuelo lo oculta a nuestros ojos, que ya henos aprendido a concebir la transparencia como una red de aleteos invisibles y superpuestos.
Jordi Doce
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