miércoles, 8 de diciembre de 2010

Aramburu en Extremadura



La próxima semana, dentro del programa de las Aulas Literarias organizadas por la AEEX (Asociación de Escritores de Extremadura), tendremos la oportunidad de contar con la presencia de un magnífico escritor: Fernando Aramburu.

Autor de obras de referencia como Fuegos con limón, Los peces de la amargura o su última y estupenda novela, Viajes con Clara por Alemania (todos publicados en Tusquets), acaba de ver recogida su poesía en Yo quisiera llover, publicada por la Editorial Demipage.

Estará presente, los siguientes días en las siguientes ciudades:

13 de diciembre: Don Benito-Villanueva de la Serena

14 de diciembre: Plasencia

15 de dicembre: Almendralejo


Como salutación de bienvenida desde este blog, inserto aquí un texto incluido en su libro de artículos El artista y su cadáver que él, amablemente, me ha autorizado a publicar.

Gracias, Fernando.

Y enhorabuena por anticipado a todos aquellos que se acerquen a sus lecturas.
Eso que saldrán ganando.

El primer libro

A la edad de once años, yo acudía a una escuela de chicos regida por frailes agustinos. El edificio, de nueva planta, adosado a una casona eventual, se alzaba próximo a la cumbre de una colina. Desde las ventanas de sus pisos superiores podía divisarse, al fondo de una sucesión de tejados, parte de la bahía de San Sebastián. Los frailes, ignorantes o acaso desdeñosos de los recursos suasorios de la ciencia pedagógica, fundaban sus métodos rudos de enseñanza tanto en el temor de Dios como en las virtudes disciplinarias del capón, del tirón de orejas y del reglazo en las yemas de los dedos. Francisco Franco aún no había comenzado a agonizar, pero ya iba faltando menos.
Especialmente temido por los niños era el fraile joven a cuyo cargo estaba la asignatura de lengua española. Rubio y adusto, no abrigaba en su corazón una mota de paciencia, de suerte que por cualquier pequeñez montaba en cólera. Tenía una forma penetrante de mirar que causaba escalofríos, y en la palma de la mano con que sacudía tortas a diestro y siniestro, una cicatriz larga y blanca. Entre mí me he dicho muchas veces que más le valdrá cuando se muera, si no se ha muerto ya, que no exista el juez de ultratumba con que a veces, a fin de amilanarnos, nos amenazaba.
A este fraile se conoce que un día lo iluminó su dios persuadiéndolo a que obligase a los alumnos a leer un puñado de libros, sin excepción monumentos literarios de la Edad de Oro de las letras españolas. Yo creo que el Omnipotente se le apareció en la celda y le dijo: “Usted, que es de Burgos, hágame el favor de enmendar el habla castellana de estos pobres chicos vascos. Me taladra la manera que tienen de atropellar la gramática”. En esto hay que reconocer que a dios no le faltaba su parte de razón.
Una mañana entró el fraile en el aula cargado con una pila de libros, con tantos libros como alumnos integraban aquel cuarto curso de bachillerato. Los depositó sobre la mesa y enseguida comenzó a pasar lista. Por razones alfabéticas fui de los primeros en ser llamado. Yo acudí con dócil prontitud, puse mi moneda de veinticinco pesetas encima de la espeluznante cicatriz, tomé un ejemplar y regresé a mi asiento. Mientras el resto de la clase pasaba por caja me dediqué a hojear el delgado volumen de tapas grises, e impensadamente llevé a cabo una acción que con el tiempo habría de convertirse en la más persistente de mis manías: olí el libro.
Terminada la distribución, varios alumnos leyeron en voz alta, por orden, las explicaciones impresas en la solapa. En esos momentos estoy tal vez oyendo unas líneas de Ramón Gómez de la Serna, al que por supuesto aún no conozco, pero de quien llegaré a saber un día que, sometido a las estrecheces del exilio, se ganaba parte de su sustento redactando aquellos exordios breves para la colección Austral. De todo lo leído entonces en el aula no entendí sino que la obra había sido compuesta en el siglo XVI y que contenía episodios de la vida de un niño infortunado. También entendí que teníamos un plazo para leerla, no recuerdo ahora cuál, y que una vez cumplido éste nos aguardaba un examen de los de echar humo por las orejas, según el dicho aciago del fraile.
Nunca antes había yo leído un libro; tan sólo tebeos y, por obligación, las lecciones de los manuales escolares. En la casa familiar no había biblioteca, una de las innumerables desventajas que entraña la pertenencia a las capas humildes de la sociedad. Ni siquiera me podía imaginar a mi padre dentro de una librería. Fábrica y bar eran su mundo: cocina e iglesia, el de mi madre.
A la falta de estímulo para la lectura se sumaba, en mi caso, la de un diccionario. Nadie en casa atinaba a explicarme los vocablos inusuales que salpicaban aquella historia del niño de Tormes, y desde los primeros renglones se me atragantó el estilo sinuoso y arcaico de la obra. Como tropezase con incontables dificultades, me limité a leer el episodio del ciego taimado y unas pocas páginas del hidalgo. Más no pude o no quise, y así de mal pertrechado me presenté al examen.
Me supe hombre muerto no bien el fraile, en jarras ante el encerado, anunció que la prueba consistía en resumir el libro de pe a pa. “Sin omitir coma ni punto”, recalcó en su peculiar tono intimidador. Acuciado por el miedo, me di a llenar las hojas con lo poco que traía aprendido, explayándome en trivialidades e incurriendo aposta en repeticiones, movido de la ilusa esperanza de achacar al toque de campana no haber podido resumir más allá de un capítulo y medio, lo único que había leído. La argucia fracasó. Para colmo de males, cometí el error horrible de afirmar que El Lazarillo de Tormes había sido escrito por Anónimo, como si éste fuera el apellido de alguien.
Días después, el fraile devolvió los exámenes corregidos y calificados. A tiempo de entregarme el mío, me llamó a su lado y sin mediar palabra me arreó un bofetón a mano llena que produjo un seco chasquido de carne golpeada. Me acordé al instante de Lázaro, de las tundas que recibía a menudo del malvado ciego. Aún me pregunto cómo es posible que yo haya acabado amando la literatura por encima de todas las cosas.


4 comentarios:

  1. Dime que le voy a poder entrevistar, que me enamoré de él con su piojo Matías... y hasta hoy...

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  2. Pena que me pille por tierras andaluzas... Voy a intentar llegar para la cita en Almendralejo.
    Un abrazo, Elías.

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  3. Hola

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    Felicia

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  4. Leí Los peces de la amargura y me encantó. Es un hombre al que me gustaría oír hablar. Lástima estar lejos.
    Saludos.

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